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Las apariencias en la arena política

Desde las chaquetas de lana de José Mujica hasta el traje de gerente medio de Trump, la indumentaria comunica un mensaje de poder

Olivia Muñoz-Rojas

La apariencia ha importado en la arena política desde los albores de la civilización. Pensemos en los líderes tribales prehistóricos, ataviados de collares de dientes de animal; o en los monarcas absolutos envueltos en sus ricos ropajes. El aspecto y la indumentaria han servido desde siempre para comunicar un mensaje de poder. Históricamente, los gobernantes han tendido a buscar diferenciarse del pueblo a través de su atuendo. La ostentación ha sido (lo sigue siendo en algunos lugares) reflejo inmediato del poder de un individuo. A golpe de revoluciones y motines, la sobriedad de la indumentaria del pueblo llano ha sustituido por momentos al boato como marca de autoridad política. Así llegamos a nuestros días, en los que, en la mayoría de sistemas democráticos, lo que buscan los representantes políticos es parecerse lo más posible a su electorado. Esto que pareciera algo sencillo es el reto profesional de sofisticados estrategas y asesores de marketing político: parecerse a sus votantes, sin perder el halo del poder, resulta más difícil que diferenciarse de ellos.

Es en Estados Unidos donde el cuidado y estudio de la imagen política tienen una mayor tradición en la época moderna. Tan acostumbrados están los políticos estadounidenses a trabajar su imagen hasta el último detalle como lo está la opinión pública a diseccionarla. Sobre la apariencia de los candidatos a la próxima presidencia del país se han vertido ríos de tinta. Si Hillary Clinton batalla por ganarse al electorado progresista joven que no se identifica con su imagen de mujer ejecutiva madura, Donald Trump, explica la periodista Robin Givhan, conecta con el hastío de buena parte del electorado porque, a pesar de ser millonario y no ser como ellos, parece más bien “un gerente medio, común y corriente, enfadado con el mundo”.

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No menor es la importancia de la apariencia para los políticos en la mitad sur del continente americano. Varios autores utilizan la expresión “caudillismo posmoderno” para definir la imagen de Hugo Chávez, el caso más paradigmático en tiempos recientes. Estaríamos ante una fusión de las tradiciones caudillista y populista, los medios y nuevas tecnologías de la información y la comunicación y la estética indigenista. Isaac Nahón Serfaty habla de “transparencia grotesca” para explicar el modelo comunicativo chavista. Según el autor, el modelo buscaba una sobreexposición deliberada de la intimidad del líder con el objetivo de conectar emocional, cuasi-mesiánicamente, con el pueblo. Omar Rincón, profesor de comunicación, habla de “telepresidentes” y “políticos-celebrities”, entre los que incluye a Evo Morales, con su particular sello indigenista, pero también a los Kirchner. Todos ellos se caracterizarían por sus cuidadas puestas en escena mediáticas. Menos estudiada puede resultar la imagen de José Mujica, exmandatario uruguayo, cuyas chaquetas y jerséis de lana parecen irradiar la sinceridad y sentido común de su discurso.

Autenticidad y proximidad serían también el leitmotiv en la construcción de la imagen de algunas fuerzas políticas emergentes a este lado del Atlántico. Tsipras puso de moda la camisa sin corbata. Podemos ha sorprendido sucesivamente con coletas, rastas, camisetas y catálogos de Ikea —símbolos de un relevo generacional y un supuesto cambio de estética y valores en la mayoría social española—. El líder laborista británico, Jeremy Corbyn, se ha hecho famoso por su guardarropa anti-fashion de chaquetas amplias y calzado (muy) cómodo. Si para algunos el estilo, más que informal, de Corbyn constituye una falta de respeto a los votantes —incluido el ex primer ministro David Cameron, que le recriminó su forma de vestir en plena sesión de la Cámara de los Comunes—, para otros, especialmente los jóvenes, es la materialización de una voluntad de cambio económico real.

En la mayoría de las democracias, lo que buscan los representantes es parecerse a su electorado

La clase política francesa —fiel siempre al discurso republicano e igualitarista, pero con dificultad para ocultar su pulsión aristocrática y elitista— se suma frecuentemente a polémicas sobre la apariencia. Entre ellas, la que protagonizó Nicolas Sarkozy cuando tuvo que renunciar a su Rolex y trajes de Prada tras ser investido presidente de la República en 2007. O la más reciente suscitada por Emmanuel Macron —probable candidato de la izquierda a las próximas elecciones presidenciales, ejecutivo de la banca y amante de los trajes caros— cuando le espetó a un manifestante contrario a la reforma laboral: “No me asusta su camiseta. La mejor manera de pagarse un traje es trabajando”.

Al mismo tiempo, observa Samir Hammal, creador de un curso sobre indumentaria y política en el Instituto de Estudios Políticos de París, las élites financieras son las primeras que están abandonando el traje por la camiseta. Cada vez más lejos de las oficinas de las cities, se dedican a cerrar transacciones millonarias desde campos de golf y playas del sureste asiático. Hammal concluye que en los próximos años “la verdadera oposición se dará entre los hombres libres del diktat de la vestimenta y el resto”. Paradójicamente, pues, en la defensa y puesta en práctica de esa libertad de la indumentaria parecen coincidir los extremos: élite financiera y vanguardia anticapitalista.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

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