El resultado nos da igual
Rajoy no quiere ser presidente del Gobierno sino paisaje, que es la forma de perpetuarse Un ruido de fondo al que el español se acostumbra como a la información del tiempo
En la puerta del Congreso que da a Zorrilla había que pasar dos controles de seguridad. El primero consistía en cruzar el detector de metales. Una vez hecho esto, el visitante tenía que atravesar un pasillo humano encabezado por Pablo Iglesias a un lado y Alberto Garzón a otro. Allí alineados, como si esperasen la orden para salir al campo, se encontraban también, entre otros, Xavier Domènech e Irene Montero. “¡Esperamos atrás, esperamos atrás!”, gritaban. Faltaban cinco minutos para que comenzase la sesión de investidura y los diputados de Unidos Podemos se disponían a marcharse del Congreso para acceder por la Carrera de San Jerónimo. En esas estaban, aguardando (“nos falta Íñigo”, avisó Iglesias), cuando una caravana cruzó el pasillo humano. La encabezaba Albert Rivera, con su gran carpeta naranja, seguido por Juan Carlos Girauta. Saludaron a izquierda y derecha, sonrientes; un responsable de prensa de Podemos, cuando vio marcharse al último diputado naranja y comprobó que no había foto, dio la orden: “Venga, salimos ya que esto parece un besamanos”.
Dentro, Pedro Sánchez y Antonio Hernando ocupaban sus escaños. Al número dos del PSOE le ha robado Girauta, número dos de Ciudadanos, el look minion. Sánchez lucía un bronceado Arenas: pasó la tarde meneándose como si estuviese sentado encima de un balón de Nivea; una diputada del PP anunció en petit comité que la intención de su partido era ofrecerle la dirección general de Costas. Mientras, los fotógrafos rodeaban a Mariano Rajoy, que cuando llega a su escaño no se sienta en él, pace. Es un trabajo poco envidiable el de fotografiar primeros planos del presidente. Se trata de un rostro en funciones, suspendido temporalmente entre el aburrimiento y el espanto.
El estado de la nación, su colapso, ha provocado en Rajoy una mueca perpetua de “en fin”, encogiéndose de hombros como si no hubiese un mañana, que no lo hay. Es como si de repente la gran obra de su vida se acoplase a la situación política, y su rostro tuviese por fin algún sentido: “Esto es lo que hay, o no”. La estrategia de su intervención era tan transparente que contaba con la reacción furibunda de todos, incluidos sus nuevos socios. Solo un hombre, del PP para más inri, tiró por la borda sus planes. “Fue un discurso brillante”, dijo Rafael Hernando. En su partido se llevaron las manos a la cabeza.
No quieren ser brillantes, ni originales, ni nada que les separe de la imagen aburrida y funcionarial que tan bien les sienta desde la llegada de los nuevos partidos. Contra las emociones, el hastío existencial del PP, el melasudismo absoluto, sonando en los bares a las cuatro de la tarde. Por eso el discurso de Rajoy se dedicó más a la forma que al contenido. Rajoy, con los botones de la chaqueta abrochados, la mirada de vez en cuando en el horizonte como dirigiéndose al siglo XIX, no quiere ser presidente del Gobierno sino paisaje, que es la mejor forma de perpetuarse. Un ruido de fondo al que el español se acostumbra como a la información del tiempo; la derecha termina votándole porque de alguna extraña manera puede llegar a echarlo de menos. Uno de esos dolores con el que al final se convive sin saber cuándo empezó.
Por eso el tiempo le beneficia: no solo le envejece, con el prestigio que da eso entre sus votantes, sino que le sitúa en una posición dominante. Ni un gramo de pasión para la cansada y aburrida España; la política soy yo con más de lo mismo. Un dirigente del PP lo resumió así al terminar: “Un discurso aburrido para recordar que él sigue allí como siempre, y no cambia. Un discurso narcoléptico -casi tenemos que sacar a Rivera en brazos- para que sus señorías sigan tranquilas en la España sin gobierno”.
Con la nada ganaron dos elecciones y con la nada seguirán hasta que se pudran las urnas. Estrategias pocas, pero muy perfiladas: dedicó casi la mitad de su discurso a Cataluña para poner en jaque al PSOE por si se le ocurre buscar el apoyo independentista, y citó muchas veces a Ciudadanos y Coalición Canaria como una manera de decirles “ya sois míos”. Habló poco y tarde de la corrupción, pero fue decir “corruptos” y estallar la bancada popular en aplausos emocionados, como si estuviese recordando a los caídos, a los que ya no están con nosotros. Incluso a los que quedan.
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