La polarización solo funcionó para Rajoy
Mariano Rajoy supo desde el primer minuto que mantendría su primera posición
Dos partidos escogieron convertir la campaña en una lucha de extremos, sin espacio para posiciones intermedias: el PP y Unidos Podemos. Mariano Rajoy supo desde el primer minuto que mantendría su primera posición. Apostó por retenerla e incluso aumentarla fomentando la polarización. Como ya hizo el 21 de diciembre, defendió en todo momento durante estos 15 días la necesidad de una gran coalición con el PSOE. Pablo Iglesias intuyó de inmediato que la suma de Podemos y las alianzas territoriales no bastaba para lograr el anhelado sorpasso, y que era necesario olvidar viejas querellas y sumar fuerzas con Izquierda Unida. También él era consciente de que por sí solo no tenía nada que hacer, y construyó su discurso de un Gobierno del cambio que obligatoriamente debía contar con el apoyo de los socialistas. Quiso colocarles en el papel de comparsas.
Y de esa pinza entre los extremos ha luchado por salir Pedro Sánchez, el candidato del PSOE. Anclado en el 1 de marzo, el día en que subió a la tribuna del Congreso de los Diputados a defender su investidura, apostó por que esta vez el electorado, que es ante todo resultadista y no premia las buenas intenciones sino los logros concretos, reconocería los esfuerzos del candidato socialista. Tras ser convocadas unas nuevas elecciones, el PSOE evitó explicar con claridad su futura política de alianzas y fijar los límites. Pero también entendió que el verdadero enemigo se llamaba Unidos Podemos. Movilizó a todos sus dirigentes presentes y pasados y apeló al orgullo de marca para evitar la amenaza que pronosticaban todos los sondeos de convertirse, por primera vez en la historia democrática, en tercera fuerza. Pablo Iglesias intentó alimentar la idea de que un pacto de las izquierdas era posible, y de que el voto a Unidos Podemos era un voto útil en el sentido de que empujaría al PSOE hacia esa opción, a pesar de que se trataba de una realidad imposible para todos los dirigentes socialistas territoriales, que no la iban a permitir.
Mariano Rajoy supo ver desde el inicio de la campaña que esa percepción era real, y también él optó por alimentarla. Al plantear los comicios como una elección entre la moderación y el extremismo, invitaba a asumir a los votantes de centro derecha que se trataba de impedir a toda costa un Gobierno en el que la formación de Iglesias sería parte determinante. Rajoy ya no resaltó, como en la campaña anterior, el carácter constitucional que unía al PP y al PSOE. Decidió ignorar a su inmediato rival, Sánchez, y hasta le negó el debate cara a cara que quiso tener con él en la anterior campaña. Por eso su victoria, innegable, tiene algo de victoria pírrica. El PP no puede gobernar por sí solo y no le valen los votos de Ciudadanos, partido contra el que empleó toda la dureza posible en los días previos a la cita con las urnas. Rajoy necesita a los socialistas, pero sabe que la gran coalición no es posible. Calculaba que una crisis interna en el PSOE, inevitable si se confirmaban los sondeos, favorecería, al menos, una abstención que le permitiera a él gobernar en minoría mientras los socialistas se replanteaban su presente y futuro y tomaban aire. Sería ese un trago dificilísimo para el PSOE. Sus dirigentes saben que cualquier apoyo al PP, sea con un voto afirmativo o siquiera con la abstención, puede producir una ruptura entre sus militantes y entre sus bases difícil de sanar. Deberán, si eso ocurre finalmente, imponer exigencias y reformas sociales, necesarias, y que les permitirían justificar una decisión tan traumática. La retirada de Rajoy al frente del Gobierno, sin embargo, se hace más difícil de plantear con estos resultados.
Iglesias intentará presionar hasta el último momento a los socialistas para construir un Gobierno del cambio. Su fuerza, sin embargo, para llevar a cabo esta presión, es mucho menor que la que le pronosticaron los sondeos y los propios dirigentes de Podemos llegaron a creerse. Como recordaba hace bien poco un viejo socialista, todavía está por ver cómo aguantarán, pasado el tiempo, sus costuras: los distintos intereses y personalismos de la dirección central del partido, sus alianzas territoriales y los dirigentes de IU deberán demostrar ahora si saben ser una sola voz o son solo una suma circunstancial diseñada para ganar, y que se quedó en el intento.
Rivera ha sido el perdedor de la noche. El centro mantiene su halo de virtud, pero cuando la lucha electoral es una lucha de extremos, su virtud es también su defecto.
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