Europa, ¿amor que mata?
Europa es quizá el principal factor que explica la coyuntura crítica que está viviendo nuestra democracia
Antes de la crisis, la ausencia de debate en torno a Europa en las campañas electorales no extrañaba a nadie. Aunque el consenso sobre la integración ya se había agotado en otras latitudes, aquí resistió hasta aquel fatídico mayo de 2010 cuando el Gobierno decidió salvar el euro costase lo que costase. Ese coste no sólo ha incluido la austeridad o la devaluación interna sino también el bipartidismo que, para bien y para mal, había imperado 30 años. Ahora que Europa es quizá el principal factor que explica la coyuntura crítica que está viviendo nuestra democracia, resulta llamativo que siga estando fuera de la discusión política.
España no se ha convertido en un país antieuropeo. Un reciente sondeo señala que está a la cabeza de los Estados miembros a la hora tanto de apoyar más integración como de rechazar la renacionalización de competencias. Pero lo que sí se ha roto es aquella actitud naíf e ideológicamente transversal que daba por bueno cualquier tipo de europeización. Hoy, la opinión pública está dividida, ideológicamente, y entre élites (más entusiastas) y ciudadanía (más tibia). Mientras que en la inmensa mayoría de países el votante conservador tiende a ser más euroescéptico, aquí se invierte la tendencia. Y la diferencia es grande: el 60% de los españoles de derecha y el 50% de los de centro ven positiva a la UE, pero ese porcentaje baja al 35% entre la izquierda.
Eso explica que mientras que PP y Ciudadanos se mantienen en la ortodoxia proeuropea, los dilemas a la hora de abordar la cuestión recaigan en la izquierda. Pero, si bien IU y Podemos han amagado con la carta anti-UE (alineándose incluso en el Parlamento Europeo con fuerzas eurófobas), no se han atrevido a abrazar del todo ese discurso.
El PSOE está también en posición aún más incómoda. Sus últimos años en el poder y la reforma constitucional de 2011, tan influidos por Bruselas y Berlín, han resultado ser tóxicos. Los socialdemócratas portugueses e italianos han apostado por ser eurocríticos. Al fin y al cabo, parece obvio que reclamar con más firmeza que no se ensanchen las divergencias entre los Veintiocho no es estar contra la “unión cada vez más estrecha”. El amor europeísta mal entendido podría acabar matando a una fuerza política crucial para la integración. Y si esta muere, triunfarán en la izquierda corrientes partidarias de recuperar la soberanía. Entonces también morirá Europa.
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