La cocina necesaria
Las encuestas electorales hacen algunas cosas muy bien, pero predecir las elecciones se les da regular

Las encuestas electorales hacen algunas cosas muy bien, pero predecir las elecciones se les da regular. Paradoja: no es lo suyo, aunque sean esenciales para hacer un buen pronóstico. Si se toman tal cual salen del agua, sirven para conocer cómo cambia la opinión pública, en el tiempo y entre grupos distintos. Por ejemplo, comparando dos sondeos del CIS sabemos que la intención de voto directa (que mide el clima de opinión de los ya decididos) es la misma ahora que hace seis meses para el PSOE y el PP, y ha caído algo para Ciudadanos. De igual modo, averiguamos que Podemos es más popular entre los hombres que entre las mujeres, o que es el doble de probable que un jubilado vote al PP a que lo haga alguien de menos de 50 años. Pero si se quiere anticipar cuánta gente votará por cada partido, hay que añadir información. Al menos, por tres motivos.
Una encuesta no dice cuánta gente va a participar, no porque no se pregunte, sino porque los abstencionistas disimulan o mienten. En todo el planeta. Es la mejor prueba de que nos tomamos el voto como una obligación. El número hay que suponerlo, combinando distintas preguntas y la experiencia del pasado. Como consecuencia, a veces se debe rebajar la intención de voto de algunos.
Mucha gente no responde, entre ellos, los naturalmente indecisos. El proceso es el contrario: hemos de conjeturar cómo votarán aquellos que no nos dicen ni pío. En realidad, por suerte, siempre dicen algo: con qué partido simpatizan, su ideología, su pasado… Cuando no dicen nada, solo queda ignorarlos. La última legislatura nos ha enseñado que muchos se deciden durante la campaña, más que nunca. Las encuestas no pueden leer la mente, pero cierta inercia del pasado y la experiencia del analista pueden evitar los sobresaltos.
A menudo, sucede que la encuesta no se parece al mundo que conocemos. Por ejemplo, aparecen más parados, o menos exvotantes del PP, de los que corresponde. Ambas cosas pasan, pero la primera tiene un arreglo fácil (ponderar) y la segunda, más difícil (ponderar). Ponderar es dar peso distinto a distintas respuestas, algo limpio cuando se trata de un dato objetivo, pero más delicado cuando es algo que se puede haber ocultado adrede en las respuestas. En todas partes se pondera, a falta de mejor solución.
En la cocina, con razón, a todo se llama análisis.
Alberto Penadés es profesor de Sociología en la Universidad de Salamanca.
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