Melilla, un exitoso fracaso moral
Esta ciudad fortificada es un modelo impecable de rechazo de la inmigración, pero constata los agujeros éticos de la valla y de la política de la UE
El guardia civil se enciende un Winston al bajar del todoterreno y mira la valla de Melilla desde la colina en donde mejor se divisa. En la colina de Río Nano, un punto sensible. Por eso aún hay alambradas cortantes, las concertinas, y mide hasta ocho metros. Quedan 2,5 kilómetros de valla de este tipo, de un total de 11,5. Agarras la valla, miras para arriba y te das cuenta de que no llegarías trepando ni a la mitad. Y son tres. Más la nueva del lado marroquí que acaban de terminar de construir y ahí sí que no se cortan con las cuchillas. Marruecos es un caso curiosísimo de país que no quiere que los inmigrantes de paso salgan de sus fronteras. ¿Por qué? Pues no se sabe, pero son el tipo de cosas que no se hacen gratis. Es la diferencia con Turquía, al menos ahí está escrito en un papel, por muy bochornoso que sea. El cambio de valores de la UE ha beneficiado a Melilla: de ser referente en la violación de derechos humanos por la valla ha pasado a ser un modelo a imitar. Aunque los europeos hemos crecido con el mito de Steve McQueen saltando con su moto alambradas como estas, perseguido por los nazis, en La gran evasión.
En su despacho de Madrid, el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, está satisfecho: “Estamos haciendo las cosas como deben hacerse”. Recuerda que cuando empezó a ir a sus primeras reuniones de la UE “eso de la frontera terrestre con África les sonaba a chino, el problema no existía”. Ahora tampoco, Melilla se ha hecho inexpugnable. El ministerio da todas las facilidades para comprobar cómo se trabaja en Melilla, Guardia Civil y Policía Nacional te enseñan todo. Trabajan bien. Entiendes su punto de vista. Ser radicalmente prácticos sin pararse a pensar demasiado, porque te da algo. “Cuando estás allí, viendo un asalto, sientes dolor, mucho dolor, no somos insensibles, pero ¡que me digan cómo gestionamos esto! Es muy fácil hablar desde un despacho del norte de Europa”, dice el delegado de Gobierno de Melilla, Abdemalik El-Barkani.
El comandante de la Guardia Civil de Melilla, Arturo Ortega, no durmió casi ni una sola noche entera el año pasado. Sonaba la alarma y saltaba de la cama. Muestra en su despacho un vídeo nocturno de la frontera donde se ven hileras de cuerpos negros en un paisaje blanco, el calor que desprenden en la oscuridad. Pasa lo mismo en los controles de los coches, los sensores detectan el sonido del corazón. El hambre les mueve, el color de la piel les señala, la temperatura corporal les descubre, los latidos les delatan. Ser humano te traiciona, supone un cúmulo de problemas. Las escasas ONGs que trabajan en Marruecos, acosadas y vigiladas por las autoridades, lo saben. Médicos Sin Fronteras se largó en 2013.
Según las últimas estimaciones, ahora mismo hay unas 1.900 personas viviendo en las estribaciones del monte Gurugú, al lado de Melilla. Varias ONGs coinciden en denunciar que sobreviven como bestias, sin agua potable y perseguidos por la Policía, que cuando aparece por allí les quema las tiendas, la ropa y los apalea. El campamento principal se llama Bolingo, con unas 700 personas, muchas de ellas mujeres. Hay unos 120 niños. La mafia nigeriana es la que manda y organiza las salidas en pateras. De donde más gente llega en los últimos meses es de Camerún. ¿Dónde está exactamente? ¿Qué pasa allí? Están combatiendo al grupo fanático islamista que secuestra niñas, Boko Haram. Y que nos venden hidrocarburos y nosotros, sobres de sopas.
La Guardia Civil les ve venir con sus cámaras, aunque sea de noche, a cinco kilómetros. Se activa entonces “el dispositivo anti-intrusión”. Llaman a las fuerzas marroquíes para que vayan a cortarles el paso. Mandan el helicóptero. Si consiguen llegar a la valla es el momento culminante. “Somos el último obstáculo, y después de lo que han pasado estas criaturas esto es un drama, todos tenemos miedo, con 300 personas que quieren superarte como sea”, cuenta un agente. Cuando se les acaban las fuerzas se quedan encaramados a la valla, a veces hasta cuatro horas. Empieza un diálogo, normalmente en francés, para convencerles de que bajen: “Venga, no lo habéis conseguido”. “Los de Mali son los más nobles, bajan y hasta te piden perdón por las molestias”, cuentan los guardias civiles. Cuando los acompañan a la puerta les suelen decir que lo van a intentar otra vez. Luego, oficialmente, ni idea de lo que pasa con ellos. Preguntas y todo el mundo se hace el loco. Del ministro para abajo.
Esta tupida empalizada de reglas y normas tiene agujeros morales tapados solo con silencios, preguntas que se dejan sin respuesta: ¿qué pasa con esta gente en Marruecos, antes y después de echarlos en la valla? ¿cómo hace Marruecos de tapón incluso con los sirios? ¿a cambio de qué? ¿estamos en sus manos para controlar la emigración? “La estabilidad y seguridad de Marruecos es estratégica para España”, resume en estricto lenguaje político Fernandez Díaz, y está pensando en todos los líos que nos evitan en yihadismo, narcotráfico e inmigración irregular. Hay otra pregunta más que sí responde casi todo el mundo de la misma manera: ¿qué pasaría si se quitara la valla? Responden que no quieren ni pensarlo. Las soluciones a corto plazo no suelen ser justas, pero es que llevamos así 20 años. La UE sigue sin una política de larga visión.
En el paso fronterizo de Beni Enzar, una mujer da cuatro pasos en suelo español y se deja caer. Es una mujer negra, pero de piel clara, que ha conseguido burlar el control marroquí disfrazándose de mora, con un velo. Simula que se desmaya, como certifica luego un médico, y ahí se queda sentada, apoyada en un muro. Al lado hay otros tres chicos que también acaban de lograr pasar con la técnica más en auge: ocultos en el doble fondo de un vehículo. Estaban los tres en las entrañas de un viejo Mercedes 250 de mil años, aunque parece imposible. El conductor, según entró en territorio español, bajó del coche y se volvió corriendo para Marruecos. Los que iban encerrados dentro han tenido suerte, porque a veces simplemente dejan el coche abandonado en una cuneta. Si hay suerte, alguien oye gritos. Llegan llamadas a comisaría de que hay un coche que habla. Así encontró la Guardia Civil a una embarazada en un depósito de gasolina, tan incrustada que no podía salir. Tuvieron que llevarla al taller del cuartel para sacarla. Ya se están cobrando 4.000 euros por el viaje. Ha subido, porque la valla y la patera están imposibles. Si hay más saltos o pasos del Estrecho, el precio del coche baja. Pero lo único ya es meterse en el salpicadero de hasta un Renault Clio, cada vez usan coches más pequeños.
En este extraño juego de adultos para ganar basta con poner el pie al otro lado de la raya, como cuando los niños llegan a casa en el escondite. Pero por alguna razón esto no vale en la valla. Según bajan, si los pillan, los vuelven a echar. Son las famosas devoluciones en caliente. Todo el mundo, expolicías, vecinos, cuenta que toda la vida se ha hecho así, de tapadillo y con la complicidad de la policía marroquí, pero ahora es mejor todavía, porque ya es legal. Los que saltan y escapan por piernas, corriendo entre olivos y arbustos perfumados, sintiendo que lo han conseguido, llegan al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) y allí por fin ya pueden descansar.
Ser sirio no garantiza nada, aunque en su país lleven cinco años masacrando a la población civil. Se les marea constantemente. Marruecos no deja pasar a los sirios así como así y hay que hacerlo a través de las mafias, pagando. Mínimo, 1.000 euros por persona y 400 euros por niño. El año pasado había una curiosa sincronización entre los que llegaban a España y los que se iban del CETI y dejaban sitio, siempre el mismo número. Era aún más llamativo que dejaran de pasar los fines de semana. Está todo controlado, aunque nadie confiesa cómo. Aún estamos anticuados, trabajamos con hipocresía implícita, cuando la tendencia es la explícita, sin disimulo, consagrada por el acuerdo de la UE con Turquía.
Peor es lo de Argelia, que ha logrado cortarles el camino. Hasta 2015 llegaban en avión a Argel o a Egipto, desde Beirut o Turquía, y luego iban a Marruecos. Pero el Gobierno argelino comenzó a pedir visados a sus hermanos musulmanes sirios en 2015 y ahora para llegar a España tienen que ir ¡por Mauritania! Avión desde Turquía y luego, por el desierto a través de Argelia. Familias con niños. El exhaustivo informe anual de la ONG jesuita CeiMigra acusa a la diplomacia española de “presionar a Argelia y Marruecos para que dificulten el paso de población siria”. Consultado al respecto, un portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores lo desmintió "rotundamente".
Hace poco una mujer con jena en las manos y apariencia de marroquí llegó al puesto español, se quitó el velo y por fin pudo decir que era siria. También fue muy comentado el caso de una niña siria que llegó sola, sola, al CETI. Se bajó de un taxi, donde alguien le dijo que fuera caminando hasta la puerta y se largó. “Las familias pasan la frontera divididas, según consiguen el dinero para pagar. Les cobran hasta 2.000 euros por pasar, así estamos fomentando las mafias”, relata Antonio Zapata, abogado de Melilla especializado en trámites de asilo y atención a refugiados, que ya ha visto de todo.
Esperando en el paso fronterizo de Beni Enzar a que aparezca un sirio, por fin avisan de que ha llegado uno y quiere pedir asilo. Antes de la entrevista oficial con abogado e intérprete cuenta sus penalidades. Que salió de Alepo en 2013, que voló a Mauritania desde Turquía, que atravesó el desierto. Dan ganas de llorar. Otras veces, hasta de reír. Hace poco llegó uno que el pobre tenía dos tiendas de lencería femenina y cuando el ISIS llegó a su ciudad pensó que lo mejor era largarse. El sirio se mete en el despacho para el interrogatorio. Dentro hay un cartel en inglés y árabe que dice que los sirios son bienvenidos. Otro, se supone que para los funcionarios: “No levantes la voz, simplemente mejora tus argumentos”. El sirio se tira dentro una hora contando su vida, pero cuando sale resulta que no es sirio. Le han pillado en algunas contradicciones. Es un chaval marroquí que debe de tener alguna movida grave en su país y quiere huir. Llora para que le dejen pasar, pero no hay nada que hacer. Mientras se torea a los sirios para que no lleguen, otros se hacen pasar por sirios en su lugar. Los marroquíes, de hecho, también lo estaban intentando hasta ahora por Turquía.
El CETI de Melilla está delante del famoso campo de golf que salió en una foto, con dos personas jugando mientras les miraba un grupo de africanos subidos a la valla. Es una metáfora perfecta de lo que se imagina desde el otro lado que es esto. De hecho los subsaharianos que salen del CETI caminan relajados con chancletas, sorbiendo zumo con una pajita, en un soñado aburrimiento con cama y comida. Salen cuatro chavales africanos a dar una vuelta. Saltaron la valla hace unas semanas, aunque oficialmente el primer salto de 2016 con éxito –fracaso para esta parte- fue el pasado 8 de abril. Uno cuenta que llevaba cuatro años viviendo en el monte. “No sé cuántas veces lo intenté, perdí la cuenta, más de 25”, relata. Tiene 22 años. Al preguntarle si ha sido duro ni contesta, mira con dureza. Han sido humillados, apaleados, robados, violados y machacados, pero sientes que tienen su dignidad intacta y no sé si nosotros podemos decir lo mismo. Lo nuestro parece muy civilizado, pero lo suyo tiene un sentido aunque sea una locura. A los demás, del ministro de Interior para abajo, les puedes incluso entender, o cumplen órdenes, pero con estos chicos que las desobedecen es distinto: tienen razón. Son de Guinea Conakry. Miras ahí mismo la Wikipedia en el móvil. Lo lógico: “Guinea es un país muy rico en minerales, incluyendo la bauxita, diamantes, oro y aluminio”. Sin duda es por esto que se les llama inmigrantes económicos.
Por la puerta del CETI sale un marroquí vestido en plan drag queen, seguido de otros. Es muy sorprendente. De película de Almodóvar. Los demás se ríen y les toman el pelo: “Aquí vienen los mariquitas, a ellos España sí les acoge”. Entre los que pasan el rato en la puerta hay tres menores, también marroquíes, que no viven en el centro. Viven en la calle, no hacen nada, no se sabe de qué viven, algunos sufren abusos, llevan meses en Melilla, se drogan para matar el tiempo, nadie les echa ni tampoco hace casi nada por ellos, salvo alguna ONG. Son menas, acrónimo de menores no acompañados. Solo esperan una ocasión de colarse en un barco de polizones y largarse a España. El premio gordo se llama Peregar, el buque de mercancías que una vez a la semana zarpa a la península.
El miércoles, en cambio, es el día de salida del CETI de quienes han obtenido permiso para ir a España, con asilo o para ser expulsados, aunque luego la mayoría llegan y se van a otros países, un paripé asumido. De 10.000 sirios que han entrado por Melilla desde 2013, al margen de los 18 famosos que aceptó de Grecia e Italia, casi todos han seguido camino. España es un fracaso de hospitalidad y un éxito de refracción. Un modelo a seguir.
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