Pedro Sánchez sobrevive
Ha tenido el peor resultado electoral de la historia del partido, pero el líder del PSOE, que se apoya en las bases, deberá tratar de formar Gobierno
Pedro Sánchez no es todavía presidente del Gobierno, pero se obstina en parecerlo, manejando con soltura la superstición y la sugestión. Por eso decidió arropar su discurso de "investidura" el pasado martes con las banderas de la UE y de España. No están normalmente en el aula del Congreso, donde compareció enchaquetado. Las hizo colocar para sentirse jefe del Gobierno y exagerar la liturgia del poder. Y exagerar también su optimismo, aunque no pareció necesario que aludiera él mismo a la suspicacia de la incredulidad general: “Voy en serio, muy en serio”.
Y no es que antes fuera en broma, muy en broma, pero impresiona la proyección política del líder socialista, la determinación con la que ha ido sobrepasando las pruebas del cursus honorum, un camino accidentado desde la concejalía madrileña (2004-2009) hasta el faro de La Moncloa (¿2016-2020?) que ha dejado estupefactos, más que a nadie, a los compañeros socialistas. Compañeros en sentido formal, prosaico, toda vez que el gran obstáculo a la temeridad de Sánchez se ha localizado sistemáticamente en el PSOE. Lo consideraban un fusible, una cataplasma coyuntural a la entronización de Susana Díaz, un diletante expuesto al arbitrio de Rajoy y Pablo Iglesias, subordinándolo incluso ambos a la ilusión del antagonismo perfecto.
Pero ocurre que Sánchez es el candidato. Y el actor titular de la escena. Ha recuperado la iniciativa. Y ha acercado el PSOE a La Moncloa como no sucedía en cinco años. La mera insinuación del poder ha ejercido a modo de sortilegio. Demérito de Rajoy en su laconismo y pasividad, aunque los celos pasionales de Pablo Iglesias también demuestran que Sánchez le ha quitado el privilegio del megáfono.
¿Una pura ensoñación? La constancia del líder socialista nos ha demostrado que fue un error subestimarlo. Ya sucedió así cuando accedió a la secretaría general (julio de 2014) camino de las elecciones generales. Fue la decisión de la militancia. La primera vez que un timonel del PSOE se contrastaba y justificaba en el fervor plebiscitario de los afiliados. Se entiende mejor así que hace una semana recurriera al comodín del público para sobrevivir al sabotaje del comité federal. Sorprendió al sanedrín de los feroces barones con el antídoto simétrico de la democracia asamblearia. Propuso someter a los militantes la idoneidad de los acuerdos con otras fuerzas.
No era tanto un problema de convicción como de necesidad. Habían intentado maniatarlo. Y no solo colocándole el temporizador el 8 de mayo como plazo de elección del “nuevo” secretario general. También entregándole una hoja de ruta que más parecía un campo de minas en Bosnia: ni pactos con soberanistas, ni acuerdos con Rajoy, ni relaciones con Podemos, ni entendimiento con el Partido Popular.
Impresiona el instinto de supervivencia de Pedro Sánchez. Ha sobrevivido al peor resultado del PSOE en su historia contemporánea (90 diputados). Ha neutralizado la ambición de Susana Díaz. Ha retratado a los barones en su incongruencia (¿no gobierna el PSOE en cinco comunidades gracias a Podemos?). Y ha superado el sacrificio de Abraham que proponía González en su entrevista a EL PAÍS.
Sánchez no se dio por aludido. No sintió el deber patriótico de abstenerse a beneficio del PP ni otorgó credibilidad al retrato bolivariano-leninista con que el patriarca socialista caricaturizaba a Iglesias. Reclamó su derecho al ritual edípico. Y espantó con mayor facilidad los espectros de la santa compaña que pretendieron asustarlo en el duermevela. Allí estaban José Luis Corcuera y Carlos Solchaga erigiéndose en evangelistas de la pureza del PSOE, incurriendo en un ejercicio de amnesia respecto a los tiempos de la patada en la puerta y los viajes del “gratis total”.
Pedro Sánchez no tiene suficientes diputados ni tiene a su vera un partido leal. No tiene adláteres de envergadura en su círculo más estrecho. No tiene un medio de comunicación afín, ni casi un columnista partidario. Y no tiene tampoco demasiados argumentos aritméticos para imaginar una mudanza en La Moncloa.
Lo consideraban un fusible, una cataplasma coyuntural a la entronización de Susana Díaz, un diletante expuesto
Semejantes contrariedades podrían haberlo sepultado, pero Mariano Rajoy ha incurrido en el error de la espantá. Y le ha dejado el ruedo libre al sobresaliente. Y al superviviente también, hasta el extremo de que Sánchez dispone de cuatro semanas para convertirse en presidente del Gobierno, superando incluso ese escenario maximalista que identificaba hasta ahora su propia paradoja: o La Moncloa o nada.
No es necesariamente así. La habilidad con que Sánchez pueda manejar las negociaciones en su personalidad de estadista o en su cintura política tanto puede coronarlo presidente del Gobierno como reconfirmarlo en el cargo de secretario general. Y defender su sitio en la hipótesis de unas elecciones anticipadas, otra vez invocando la legitimación que pueda otorgarle el apoyo de la militancia.
No es el plan de Susana Díaz. Tampoco lo era que Pedro Sánchez fuera “en serio”, pero la ambición y la determinación legítimas del líder del PSOE han aportado sofisticación a la frivolidad del perfil predominante. Que si el guapo vacuo. Que si la caricatura ibérica de Obama. Que si el tuitero reñido con la RAE. Que si el compadre de Trancas y Barrancas en la política de la cosmética y los platós.
Tanto va en serio Pedro Sánchez que su plan bisagra de investidura igual le predispone a pactar con Ciudadanos un modelo de Estado que pactar otro modelo de Estado completamente diferente en coyunda con los rivales absolutos de Albert Rivera.
Ya no se trata solo de sobrevivir, ni de sortear las admoniciones de las viejas glorias, sino de aparecer en Wikipedia como presidente del Gobierno de España. Podría objetársele entonces que antepone su ventaja personal a la patria y su interés propio a la idiosincrasia del Partido Socialista, si no fuera porque ni la patria, en su incredulidad, ni el PSOE, en su feroz maquinaria endogámica, le han dado demasiadas razones para sentirse ahora solidario.
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