Demonios familiares
La comunicación política exige de los candidatos un gesto reconocible a primera vista; a Sánchez se le identifica por sonreír negando y a Rajoy, hasta ahora, con Santamaría
En el debate de la semana pasada un coach fue repasando a los candidatos. Ahí estaba Soraya, dijo, vestida de forma muy sobria. A su lado Albert Rivera, que cuando se acaricia las manos significa que está tranquilo. Y Pablo Iglesias, con los brazos colgando del cuerpo "como siempre". Levanté la mirada hacia la tele y era verdad: Pablo Iglesias había llevado los típicos brazos al debate; Podemos estaba con la gente, una vez más.
La comunicación política exige de los candidatos un gesto reconocible a primera vista. En esta campaña a Sánchez se le identifica por sonreír negando con la cabeza como si no le hubiesen pitado un penalti; es una actitud ganadora si la audiencia a la que va dirigida pudiese votar, algo que no ocurrirá hasta 2024. Hasta ahora la expresión más familiar de Rajoy era Soraya Sáenz de Santamaría; cuando ella aparecía el elector reconocía rápidamente al candidato: era Rajoy, sabía que no se la estaban pegando.
Por eso el lunes costó reconocer al candidato del PP en su primer enfrentamiento electoral sin Soraya, aunque la organización le dejó llevar a Pedro Sánchez. Lo acomodó frente a él, colocó en medio a Campo Vidal, que es el primer expresidente del Gobierno que llega a esa categoría sin haber ejercido, y desparramó por la mesa unos apuntes de sus oposiciones de 1979 mientras canturreaba "yo soy registrador, registrador, registrador".
—Y usted ni concejal —cortó abruptamente mirando a Sánchez.
—Pero si yo fui conce…
—Ya, ya.
El debate fue un adelanto de cualquier cena de Nochevieja en un hogar español. Hasta el lapsus de Rajoy ("es una afirmación Ruiz") tuvo el eco de una bronca familiar. Fue el momento de mayor expectación poética de la noche: una afirmación Ruiz evocaba al mejor verso de César Vallejo: "amadas sean las orejas Sánchez". Aquello en boca del candidato del PSOE hubiera quedado tan redondo que pasaría automáticamente al sexto lugar en las encuestas, prueba de que se habría dirigido a la España correcta. Y dejaría KO a Campo Vidal antes que a Mariano Rajoy; el moderador pasó la noche esperando un golpe de gracia como aquel para desplomarse sobre la mesa.
Sánchez llegó a sacar una carta de una señora de Valladolid. Imposible no recordar a "la de Valladolid", la chica anónima que un día de semana de invierno de 1991, con lluvia y dos bares abiertos, convenció a una amiga para bajar a tomar una cerveza y terminó acostándose con Brad Pitt. El actor, semidesconocido, estaba presentando en la Seminci Thelma y Louise. La conclusión que se sacó de aquello en Valladolid fue que hay que salir siempre. La de Valladolid puso de esta forma rostro humano a las ambiciones de muchos universitarios en martes de tormenta, que ya no eran solo cifras. Del mismo modo, la señora de Valladolid de Sánchez, remake de aquel hito pero con un drama a cuestas, le puso cara a la dependencia. Le puso piel, que era una cosa que reclamaba Floriano antes incluso de saber lo de Brad Pitt.
Rajoy tardó en comprender que Sánchez no tenía nada que perder y estaba empezando a ganar demasiado; estaba consiguiendo, de entrada, que le votasen los militantes socialistas. Para cuando quiso reaccionar, Sánchez ya le estaba llamando "indecente". La afirmación levantó escándalo. No se entendió cómo después de que Rajoy fuese acusado de ser el responsable de la corrupción de su partido, y de apoyar en privado al tesorero que había llevado 40 millones a Suiza, se hubiese llegado a semejante conclusión. "Pese a esto le digo una cosa, señor Rajoy: es usted un buen tío. Me da seguridad, me da buen rollo".
Pablo Iglesias dijo que Sánchez se había pasado de frenada. En ese momento las luces se apagaron y encendieron en toda España.
Sánchez se encargó de deslegitimar su acusación al salir del debate: "No me arrepiento de haberlo dicho porque lo piensan los millones de españoles". Si de algo hay que huir en esta vida es precisamente de lo que piensen millones de españoles. No digamos si uno no puede aclarar cuántos millones, concretamente.
"Hasta aquí hemos llegado", respondió Rajoy al borde de la colleja. Lo que siguió después fue el bipartidismo abriéndose las tripas, haciéndose la autopsia ante la mirada alucinada de la gente con brazos, que estaba toda en La Sexta. Un verdadero asunto de familia. Fue grotesco y necesario, y estuvo amparado por un formato de debate y un modelo televisivo en el que solo se echó de menos a Marisa Naranjo haciéndose un lío con las campanadas. Fue tan áspera la discusión (dos personas peleándose en Navidad; qué horror) que Campo Vidal parecía a punto de zanjarla repartiendo un platito con uvas al grito de "¡de hoy en un año, de hoy en un año!". Los peores vicios de 30 años de un sistema que se cae a pedazos salieron de la fosa séptica al amparo de mentiras, cifras imposibles, acusaciones de delirium tremens (recortar el derecho a decidir de las madres, como si reclamasen un referéndum en el paritorio) y lo más atroz de todo: una división del debate por bloques, como si estuviésemos en la Guerra Fría, introducidos por un monólogo que daban ganas de echarse al valium.
El único acercamiento de los candidatos a la nueva política fue su pelea por ganar menos dinero que el otro. Ninguno tuvo el tacto suficiente de bajarse el sueldo en directo. Fue el "y tú más" de la corrupción por otros medios; a ese bipartidismo quiere sucederle otro tan novedoso que consiste en el "y yo menos". Por si alguien tenía dudas Pablo Iglesias y Albert Rivera estaban en la televisión con Ferreras (Casado entró de madrugada preguntando: "Vosotros qué, ¿no tenéis casa?") sentando las bases de la regeneración con un discurso que hubiera comprado cualquiera hace un mes: han perdido los dos, no nos los esperábamos, menuda decepción. Si el debate lo ganaron los ausentes fue porque nadie se quedó a escucharles.
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