Moderador paragüero
Los espectadores verían un señor que pasaba por allí: era el moderador Pasa una vez cada cuatro años, como la Eurocopa, o más, es como un moderador bisiesto
Los espectadores que anoche siguieron el debate verían un señor que pasaba por allí: era el moderador. Pasa una vez cada cuatro años, como la Eurocopa, o más, es como un moderador bisiesto. En esta ocasión ya se sentó en la mesa a escuchar sin más. Total, seguro que le llaman la próxima vez sin que se sepa por qué. Suyo fue el mérito de los abundantes momentos de cacofonía que lastraron la discusión, mientras Rajoy y Sánchez se enganchaban. El debate lo perdió claramente Manuel Campo Vidal, de profesión mis debates. Los españoles se acuerdan de él cuando lo descongelan para uno, de hecho, ayer parecía recién descongelado, aunque no del todo. Se ignora lo que hace el resto del tiempo, pero desde luego no está preparándolos. Su gran momento fue sujetar los paraguas a la entrada, seguido del vano intento de que los invitados hablaran de Cataluña. También insistió mucho en una tristeza de metáfora: comparar el debate con una entrevista de trabajo y España con una empresa. Fue fácil luego para Pablo Iglesias retratarle como empleado de funeraria que certificaba la defunción del bipartidismo.
El único que no parecía dormido en esa mesa era Pedro Sánchez, que olió sangre desde el minuto uno y se lanzó a la sobreactuación. En el momento culminante –el momento “Afirmación Ruiz”- el propio líder del PP restó dramatismo a una escena llamada a ser solemne. El presidente a veces tenía la mirada indecisa, parecía cansado, o es que pensaba que bastaba aguantar el temporal, como siempre. En alguna ocasión miraba a los lados, quizá buscando a Soraya Sáenz de Santamaría o la puerta de la cocina para pasar ya a las cervecitas y los mejillones. Seguramente pensó que se lo había pasado mejor con Bertín Osborne o María Teresa Campos.
El contraste con la festiva sala con bocatas y tortilla que les montaron a Pablo Iglesias y Albert Rivera en La Sexta era demasiado fuerte. Les colocaron visualmente entre la gente, sentados en la tele como los demás. Recordaba el cine del colegio, donde nos trataban como a niños y las películas eran malísimas. Pero eso no le restaba diversión: cuanto más malas eran, más te reías, porque lo bueno era lo que pasaba en la sala, y los comentarios. El cine entero se reía y en la pantalla, obviamente no se enteraban de nada, seguían como si nada. Te ayudaba a apreciar más la realidad que cierta ficción.
En ese arte de comentar el espectáculo todos recordamos a Statler y Waldorf, los dos vejetes cascarrabias del palco de los Teleñecos. “Va a haber un debate presidencial que dicen que va a hacer historia”, dijo una vez Statler. “Es verdad. La gente realmente lo va a ver”, contestó Waldorf. La gente a lo mejor lo vio para asegurarse de que era el último de este tipo. Y por ver cómo pasa el tiempo en los trajes de Campo Vidal.
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