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La libertad, ¿qué libertad?

Gozar de más libertades debiera implicar ser más responsable de lo que se hace. Pero no suele ser así

Una joven en la concentración de la primera Diada de la democracia, en Barcelona, en septiembre de 1976.
Una joven en la concentración de la primera Diada de la democracia, en Barcelona, en septiembre de 1976.CÉSAR LUCAS

Es imposible discrepar de la tesis de que la democracia en España ha significado, por encima de cualquier otra cosa, el desarrollo, la protección y el respeto a las libertades individuales. Basta un ejemplo de hace unos días: el Tribunal Constitucional no impidió que se celebrara el debate en torno a la declaración independentista en la constitución del nuevo Parlamento de Cataluña. La razón que dio es que no se debe suspender un debate. Otra cosa será la resolución que haya que tomar sobre el contenido de la declaración.

Una sociedad liberal se distingue -escribió Ronald Dworkin- por el hecho de que tiende a reducir los contenidos del código penal. Con la democracia, en España, se aprobó el divorcio, se ha liberalizado la ley del aborto, los homosexuales pueden casarse y exhibir su homosexualidad públicamente, se admiten muy variados modelos de familia, a los pacientes se les pide su consentimiento antes de iniciar un tratamiento médico. En síntesis, las limitaciones a la libertad son cada vez más difusas, cuando no imperceptibles.

Un valor que ha de desarrollarse con el resto de valores que teóricamente suscribimos: la equidad, el respeto mutuo, la solidaridad, la profesionalidad

Sin embargo, el ejercicio de la libertad y sus consecuencias es uno de los escollos con los que choca una democracia que lamenta el deterioro de sus instituciones, el servilismo partidista de los políticos, la extensión de la corrupción o la falta de conciencia cívica en la ciudadanía. Hay libertad, pero falta criterio y voluntad para utilizarla responsablemente a muchos niveles. Gozar de más libertades debiera implicar ser más responsable de lo que se hace. Pero no suele ser así. La política y la ética se han judicializado, lo que significa que, mientras no haya un tribunal que lo sentencie, nadie se siente responsable de nada. Falta conciencia ciudadana, que no es otra cosa que la conciencia de formar parte de una comunidad cuyos problemas debieran concernir a todos.

No es un problema sólo nuestro, sino de la condición humana y, precisamente, de la concepción del individuo como señor de su vida y de sus actos. La expansión de las libertades choca, en todas partes, con la dificultad del individuo de autolimitarse, de eludir las malas prácticas aun cuando no estén explícitamente prohibidas, de conseguir la autonomía que consiste en cumplir las normas que uno acepta como correctas, pero que son normas al fin y al cabo. Nos encontramos en la situación que tan bien describió Benjamin Constant al referirse a la “libertad de los modernos”: la libertad individual para elegir un modo de vida y tratar de realizarlo, sin prestar demasiada atención a las desgracias y requerimientos de los demás ni a lo que sería mejor para la sociedad en su conjunto. La libertad de los modernos ha sido un logro indiscutible, un progreso, el reconocimiento del valor del individuo por encima de cualquier otro punto de vista. Pero tiende a ignorar algo muy importante: que la libertad, como cualquier otro valor, no es un valor absoluto. La libertad es un valor a desarrollar en conjunción con el resto de valores que teóricamente suscribimos: la equidad, el respeto mutuo, la solidaridad, la profesionalidad, todos aquellos valores cuyo ejercicio no es posible sin limitar al mismo tiempo la satisfacción de los deseos más inmediatos.

Las limitaciones a la libertad en España son cada vez más difusas, cuando no imperceptibles

A los españoles, el disfrute de las libertades nos pilló más desprevenidos, con menos entreno para poner el freno cuando era necesario. Sin darnos cuenta, nos sumergirnos en un endeudamiento masivo que a duras penas estamos superando, de tener un crecimiento económico espectacular hemos pasado a constatar unos niveles de pobreza vergonzosos, si el empleo se activa, no lo hace en la forma adecuada, no encontramos la manera de introducir la educación ética en la escuela, muchas corrupciones quedan impunes, los medios de comunicación ceden a la tentación del espectáculo por encima del rigor informativo y del entretenimiento sano. Por no hablar del delirio independentista que se exhibe orgulloso como ejemplo de una democracia popular y a favor de la ¡devolución de la libertad! Aunque cueste reconocerlo, la libertad no es un fin en sí misma, es un medio para progresar, la condición necesaria pero no suficiente para contribuir a la construcción de un mundo con menos barbarie y más humanidad.

Victoria Camps es catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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