Tres días de recreo
Recuerdos de una niña del tardofranquismo
Aunque era jueves, el día que murió Franco mis padres nos pusieron el traje de los domingos, nos repeinaron la raya al lado y nos llevaron al estudio del barrio a hacernos la foto del libro de familia numerosa. Mi hermano pequeño había nacido días antes y todo descuento era poco para aliviar los apuros de una casa con cuatro críos omnívoros, una madre esclava que no daba abasto a limpiar mocos y un padre que se deslomaba a horas extra acarreando maletas en los aviones -handling lo llaman ahora- para traer las lentejas a la Magefesa. Volvíamos de esa guisa, maqueados para el Registro, cuando el señor Pascual, el dueño del tiovivo del descampado, vino a nosotros y anunció solemnemente: “Se ha muerto el tío Paco”. Mi madre bisbiseó un Ave María. Mi padre, blasfemó en manchego: “Ya era hora, hostia en Dios”. Y mis hermanos y yo nos quedamos a dos velas, sin saber si aquello era un funeral o una fiesta.
El día que murió Franco mis padres nos pusieron el traje de los domingos
Hubo de las dos cosas. Nos dieron tres días de recreo en el colegio donde yo cursaba cuarto de EGB y mi hermano segundo. Los pequeños ni se enteraron. La niña era un bebé escuchimizado de año y medio y el benjamín, ya se ha dicho, un mamón, perdón lactante, tragaldabas que, una vez catado el Pelargón de la farmacia, le dijo a mi madre que la teta para ella. Otro gasto al canto, los pañales los lavaba la matriarca a mano aguantándose las arcadas, porque la lavadora no se podía poner todos los días, y los dodotis, si existían, eran cosa de ricos. De aquellos días recuerdo las ojeras de mi madre recién parida, la sonrisa enigmática de mi padre y la tele en blanco y negro emitiendo en bucle un tostonazo de música sacra, marchas militares y hagiografías del difunto, como cuando los Viernes Santos estaba Cristo de cuerpo presente y cuando mataron a Carrero Blanco. Se estaban muriendo señores que no se morían nunca.
Al volver al cole, todo fue igual y todo fue distinto. Con el tiempo, no sé cuánto, trajeron a clase dos pósters gigantescos con el facsímil del último discurso de Franco y el primero del Rey Juan Carlos, y los profesores empezaron a hablar de política en sus cafelitos del recreo. A mi hermano el mayor y a mí, que habíamos hecho la comunión como dos angelitos un par de años antes -los pequeños ya no la hicieron-, nos cambió mi padre a clase de Ética en cuanto se pudo. Allí estábamos los dos, raros entre los raros, con un repetidor testigo de Jehová y una novata cuyos padres exiliados habían vuelto de México y era protestante de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, para mi fascinación absoluta. Para cuando mi padre, ya fuera del armario de la militancia clandestina y echado al monte del proselitismo, nos regaló una bolsa para llevar los libros de loneta roja con el escudo de la UGT por un lado, y el del PSOE con la efigie de un señor llamado Pablo Iglesias en el otro, ya éramos oficialmente los rojos del cole.
Está feo que yo lo diga, pero por entonces, la que firma era una repelente niña prodigio. Lo tenía todo. Pelota, redicha, repipi, empollona y chivata. Sobre todo de las hazañas de mi hermano, un melindres raquítico pero matón que se bebía a morro las botellas de Calcio 20, se colgaba de los toldos, se perdía día sí y día también y había que salir a buscarle a voces hasta que aparecía de la nada con su mejor sonrisa de yo no he sido. En casa, había bofetadas entre él y yo para coger el teléfono Góndola de la CTNE, y preguntar de parte de quién haciéndonos los interesantes. Así, espiando las conversaciones de los mayores emboscada en el supletorio de la cocina, me enteré de que mi tía se había quedado embarazada estando soltera. Una catástrofe que se quedó en nada cuando el novio, reacio de primeras, se avino a casarse y allí que fuimos de boda, con una novia vestida de calle y un bombo de ocho meses y medio de mi primo, que nació clavadito al padre por si cupiera duda al respecto.
En casa andábamos justísimos, cuando no reventando las costuras. Pero la comida, los libros y el material escolar eran sagrados. Todo lo demás eran galguerías, antojos y caprichos. Si se perdía el Inoxcrom –el único boli bueno de mi padre– no había paz hasta que el ladrón lo reponía en su funda. Los mayores nos bañábamos dos veces por semana y nos secábamos el pelo delante de la estufa Superser viendo El hombre y la Tierra, aún me obro encima de miedo al recordar el capítulo del lobo, el gran matador. Casi tanto como al evocar la noche en que mis padres se fueron al cine, oh aconteciminto, y mi hermano se vengó de mis delaciones prendiéndome fuego a las trenzas con un mechero Zippo que se había encontrado por la calle, otra de sus especialidades.
En casa andábamos justísimos, cuando no reventando las costuras. Pero la comida, los libros y el material escolar eran sagrados
Una vez al mes, nos montaban -los pequeños encima de los rodillas de los mayores- en el Renault 12 amarillo con un rayo rojo a lo Starsky y Hutch en el lomo que mi padre le pintó harto de oírnos, y nos llevaban al híper a llenar la despensa, el planazo del siglo. Los zapatos, la cartera y la ropa nos la compraban a principios de curso en las tiendas del barrio, y la de vestir, en Galerías Preciados, un auténtico Eldorado a nuestros ojos. La cocacola era un artículo de lujo, los yogures eran para cuando estabas enfermo y los kiwis, un objeto peludo no identificado. Por cierto que un día, en una de las pilas de revistas y tebeos que robaba de los contenedores de basura porque en casa no había para florituras, apareció ante mis ojos en un póster de Lib, un pene en flor a tamaño natural todo pelos y señales que me dejó primero patidifusa y después soliviantada con el sexo masculino una buena temporada, criaturita.
Hoy, 40 años después de aquella foto del Libro de Familia, la miro y me parece de otro siglo, de otro milenio, de otra era. Un retrato de estudio en plena era del selfi. Y lo es, en efecto. Los padres de las criaturas ya se fueron a criar malvas, él antes que ella, devoraditos por esas enfermedades que, ay, aún no tienen cura, y perdiéndose los 15 años de prórroga que le han ganado los españoles a la esperanza de vida. Los hijos, ahí vamos. Tirando cada uno de su carro. Tan ultracomunicados que pasamos semanas sin vernos ni hablarnos ni tocarnos y no contestamos ni al móvil ni al fijo ni a tiros. El que no paraba en casa no les deja a sus niños bajar solos a la calle a la edad en que él vendía cartones para completar su paga de un duro a la semana. La escuchimizada, empalma contratos basura lidiando con una hipoteca a 30 años. El mamón tragaldabas ha colgado a la fuerza el título de aparejador y sirve copas a la nueva generación perdida. Y la ex niña prodigio se desquita de las privaciones comprando compulsivamente galguerías, antojos y caprichos al tiempo que alimenta a su prole a base de pavo frío. La crisis, el paro, los sueldos de miseria, las bodas, los divorcios, los funerales, los hijos, el sexo, las drogas, la copla and roll, la vida. Todo eso, y 40 años luz de todos los colores, han pasado por encima de esta foto. Somos los mismos, y somos otros. Si el tío Paco levantara la cabeza, volvía a palmarla.
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