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Los traductores abandonados de Afganistán

Los intérpretes de las tropas españolas reciben el mismo trato que cualquier refugiado y malviven, incapaces de encontrar un empleo

Ashabudin Jallali, traductor y refugiado afgano.Vídeo: PAULA CASADO / CARLOS ROSILLO
Ana Carbajosa

En el piso de Vallecas que comparten cuatro traductores afganos se respira rabia, pero sobre todo incredulidad. Los jóvenes licenciados apenas pueden creerse que su decisión de trabajar para las tropas españolas en Afganistán les fuera a condenar años más tarde a la lucha por la subsistencia. No pueden volver a su país, porque están amenazados de muerte. Aquí, se sienten abandonados a su suerte. “Soñábamos con venir a Europa, pero nunca nos imaginamos que esto iba a ser así. Nos han dejado tirados”, arranca Daryuush Mohammadi, un traductor de 24 años, que trabajó tres y medio para con los soldados españoles. Como el resto, tiene garantizado el asilo, pero el problema ahora, como para el resto de refugiados es la subsistencia tras los primeros meses de acogida. “Si España no puede atendernos, que nos borren las huellas dactilares que nos atan aquí y que nos dejen irnos a otro país”, pide.

El caso de los traductores logró movilizar a la sociedad española hace casi dos años, tras el fin de la misión española en Afganistán. A través de una campaña, decenas de miles de firmantes pidieron al Ministerio de Defensa que concediera asilo a los intérpretes que trabajaron con las tropas españolas, como hicieron otros aliados. Finalmente, la protección internacional llegó para una treintena de interpretes –hasta 41 personas sumando a sus familiares-, según los datos del Ministerio de Defensa.

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Lo que no imaginaban los refugiados afganos eran las penurias a las que se iban a enfrentar en su país de acogida. Su historia destila ingratitud e injusticia, pero a la vez ilustra los obstáculos, a menudo insuperables, a los que se enfrenta cualquier refugiado en España tras los primeros meses de acogida en los centros. Encontrar trabajo y desarrollar una vida autónoma en un país con un desempleo rampante y en el que aterrizan traumatizados y sin colchón familiar para ellos una quimera.

Mohammadi explica que empezó a trabajar en 2010 para el Ejército español como intérprete. Fueron tres años y medio acompañando a las tropas en Kabul, Herat y Badghis, en la base de Qala e Naw. Una de sus actividades consistía en formar parte de la avanzadilla, para despejar el terreno a las patrullas. Sobrevivió a campos minados, a emboscadas y explosiones.

En el otoño de 2013 terminó la misión, pero a esas alturas los traductores ya tenían claro que quedarse en Afganistán no era una opción. Ellos y sus familias recibían amenazas de muerte de los insurgentes. Mohammadi empezó a cambiar de domicilio cada semana. Aún así, asediaban a su familia con cartas y llamadas: “Si no te entregas, te mataremos nosotros”. “En Afganistán existe la convicción de que los que trabajan con extranjeros se convierten a sus creencias”, explica Mohammadi.

Ehsan Nader (izquierda) y Mohammad Shuaib, dos traductores que trabajaron para las tropas españolas en Afganistán y que ahora viven en España como refugiados.
Ehsan Nader (izquierda) y Mohammad Shuaib, dos traductores que trabajaron para las tropas españolas en Afganistán y que ahora viven en España como refugiados.Carlos Rosillo (EL PAÍS)

Tras meses de incertidumbre, un avión les trajo finalmente a España. Aquí ingresaron en centros de acogida, como el resto de demandantes de asilo. “Son refugiados ordinarios, que reciben el mismo trato que el resto”, explica un portavoz de Cruz Roja, la organización encargada de la acogida. Mohammadi y su compañero de piso Mohammmad Shuaib pasaron siete meses en un centro de refugiados en Madrid, del que salieron hace cuatro meses. Desde entonces, han recibido 370 euros al mes, con los que pagan el piso y aseguran que comen una vez al día. El 15 de septiembre les anunciaron el fin de la ayuda, según cuenta Mohammadi.

Los hijos y la mujer de Shuaib se han quedado en Afganistán. La idea inicial era que vinieran en cuanto él lograra asentarse en España, pero la realidad ha hecho que Shuaib se lo replantee. “No quiero que mis hijos vengan. ¿Para qué? ¿Para dormir en la calle?”, se pregunta este hombre que explica que trabajó con el grupo de ingenieros, de zapadores que desactivaban explosivos por todo el país.

El coronel Luis Herruzo fue agregado de Defensa de la embajada de España en Afganistán (2006-2007 y 2009-2013) y conoce de aquella época a algunos de los traductores con los que todavía mantiene contacto. Herruzo piensa que los traductores podrían desempeñar trabajos de mediación sociocultural con otros refugiados en España, ya que hablan el idioma y conocen la cultura tras años de convivencia con españoles. “Hicieron una labor muy buena. Se exponían a los mismos peligros que los soldados. Cuando había un ataque, allí estaban. Pero ahora, en general, están todos en una situación mala. Lo tienen muy complicado en el mercado laboral español”.

Ashabadin Jallali, otro de los traductores, que ha conseguido trabajo en un restaurante de kebab por 350 euros al mes, asegura que apenas seis de los traductores tienen como él un empleo, pero precisa que son también muy precarios. Desde el centro de refugiados de Sevilla, Din Mohammad explica que los ocho compañeros que viven con él –cuatro de ellos con familias- están desempleados, que el mes que viene tendrán que dejar esa vivienda provisional y que ahora tratan de que alguna ONG les ayude. “En otros países les han dado una vida digna. Que nos den por lo menos la nacionalidad para podernos ir”, pide por teléfono.

En Kabul te matan con una bala, aquí te mata el hambre”, dice Shuaib.

Shuaib y Mohammadi no salen de casa sin un fajo de folios debajo del brazo. Son los currículos que van dejando en bares, en fábricas, donde sea. Cuelgan también su experiencia de vida en la Red, en InfoJobs y en Linkedin. Pero de poco les ha servido. En los últimos cuatro meses, Mohammadi solo ha conseguido un empleo durante dos días a través de una empresa de trabajo temporal para cargar y descargar cajas. Shuaib ni eso.

“Nuestras familias esperaban otra cosa de nosotros, pensaron que les podríamos enviar algo”, confiesa el joven Mohammadi, licenciado en trabajo social y en filología hispánica. Habla dari, urdu, pastún, inglés y español. “Ahora me voy a ver mendigando en la calle. Pedimos que nos quiten las huellas y que nos dejen irnos a otro país. Que nos digan por escrito que no nos pueden ayudar, para podernos marchar”. Llega la hora del almuerzo en el piso de Vallecas. Cuentan que la última vez que comieron fue hace 24 horas, que solo pueden permitirse una comida al día. “En Kabul te matan con una bala, aquí te mata el hambre”, dice Shuaib.

“Soñábamos con venir a Europa, pero no imaginamos que iba a ser así. Nos han dejado tirados”, piensa Mohammadi

El portavoz de Cruz Roja no puede confirmar los datos que ofrecen los traductores, por razones de privacidad, pero considera que sus casos encajan perfectamente con la realidad de cualquier refugiado en España. Indica además, que cuando se acaban las ayudas y si persiste la necesidad, podrían pasar a los programas de exclusión social, para personas con extrema necesidad.

En la otra punta de la ciudad, en Alcobendas, vive Jallali, de 27 años, el traductor que sirve kebabs. A los nueve meses de estar en el centro de acogida se acabó su programa. En un bar que sirve kebabs le contrataron de aprendiz durante tres meses sin cobrar un duro. Ahora trabaja entre 15 y 18 horas al día por unos 350 euros al mes. Este hombre, que pasó cuatro años con las tropas españolas, vive en una habitación que le ha alquilado una familia ecuatoriana y maldice el día en que decidió trabajar para el ejército español. Ahora se plantea volver a su país. “Prefiero que me maten los terroristas a que me mate esta vida”, dice Jallali, que también ha dejado a la familia en el norte de Afganistán, donde sufre amenazas por Facebook y por teléfono. “Mi familia debería venir o mudarse al menos a otra provincia, pero no nos lo podemos permitir. Cualquier día les matan y yo aquí, sin poder hacer nada. Nos han tirado a la calle como a cualquier inmigrante”.

Ninguna relación con Defensa

Un portavoz del Ministerio de Defensa español explica que trajeron a los intérpretes en vuelos militares de relevo el año pasado y que todos ya tienen la protección internacional. Asegura que una vez en España “siguen el mismo procedimiento que cualquier refugiado”. Pero sobre todo insiste en que Defensa no es competente en materia de asilo y refugio. “Oficialmente no tenemos ninguna relación con ellos”. Aún así, indica que a través de Cáritas castrense han proporcionado alguna ayuda y que en Herat, al oeste de Afganistán, han ofrecido prolongar los contratos a algún traductor que ha querido quedarse.

Otros países aliados se enfrentan a dilemas similares a los de España. El pasado agosto, un traductor que trabajó para los británicos, murió a manos de los talibanes cuando intentaba huir con un traficante de personas. Richard Dannatt, exjefe del Estado mayor del Ejército británico ha lanzado recientemente una petición al Gobierno para que sea “más generoso y tenga el corazón más abierto” con los jóvenes afganos que sirvieron en el frente junto a los británicos. Preguntada la OTAN, explica que los visados y el procedimiento de asilo a los civiles afganos que han trabajado en misiones de la Alianza Atlántica en Afganistán son un asunto de competencia nacional. “Los beneficios que reciban los fijará también cada país”, indica la OTAN por correo electrónico.

Mohammadi moreno y menudo, está cansado de intentar comprender la lógica burocrática y simplemente ha concluido que le han abandonado a su suerte. Si algún día la vida volviera a sonreírle, le gustaría apuntarse a un máster en relaciones internacionales. “Ahora no puedo pensar en estudiar, dedico toda mi energía a sobrevivir. Estoy desesperado”.

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Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.

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