Independencia: siga la flecha
Multitudinario alarde político y festivo en una Diada en la que falló la puesta en escena
Nunca han funcionado los orgasmos programados. Ni funcionó en la Diada el orgasmo de las 17:14. Se resintió el gatillazo de la precariedad dramatúrgica con que fue concebido el clímax: una flecha naranja soportada en volandas por unos atletas que recorrieron trotones la avenida Meridiana significando el camino de la libertad e implicando a su paso la participación ciudadana en un deslucido juego de colores.
Estas cosas salen mejor en Corea del Norte. Se refiere uno a la sincronización y a la disciplina, pero el desenlace anorgásmico del espectáculo —siga usted la flecha— no debe confundirse con su apabullante resultado político. Por la capacidad de convocatoria, en primer lugar. Y porque la Diada del autoplebiscito no reivindicaba tanto la independencia como la celebraba, convirtiendo el 27-S en un prosaico trámite electoral, predisponiendo en sentido eufórico la inevitabilidad de la desconexión.
Estaba seguro de ella Jose. Pamplonés, jubilado y catalanista, “nada de bromas”. Y portavoz circunstancial de las impresiones más comunes en la coral separatista: “La independencia es una necesidad. Estamos hartos de que se nos trate como niños. No soportamos que Madrid nos diga siempre que no. De aquí no hay marcha atrás”.
El señuelo de la fe
Se ha inoculado el victimismo entre los soberanistas tanto como ha adquirido vuelo el señuelo de la fe. Se diría que la bandera de la estelada otorga superpoderes a quienes la convierten en una capa. Comparten un estado de gracia y de iluminación por completo impermeables a la vulgaridad de los argumentos disuasorios. La corrupción, el encaje en Europa, la indefinición geopolítica se antojan trivialidades, ordinarieces frente al horizonte de la tierra prometida, aunque la haya prometido el ilusionista de Artur Mas.
La imagen idealizada del president jalonaba, pancarta a pancarta, el itinerario de la Via Lliure, un recorrido urbano y olímpico de 5,2 kilómetros que parecía diseñado para impresionar en los telediarios desde los planos cenitales de un helicóptero.
En la tierra, en la calle, impresionaban la proliferación de familias, el hallazgo de los bebés separatistas, la adhesión oportunista de las ikurriñas y el predominio absoluto, exclusivo de la estelada. La bandera catalana oficial se ha convertido en un símbolo taimado, inaceptable del viejo orden. Era imposible identificarlas en la manifestación.
Me lo contaba Moussa, un topmantero senegalés a quien los comerciantes chinos dotaron de paraguas para la lluvia —amaneció lluviosa Barcelona— y de banderas para la independencia. Todas ellas inconstitucionales, pero más valiosas por ese matiz.
Reconozco haber regateado el precio de una de ellas. Y creo que la respuesta de un tendero paquistaní en el trance de las negociaciones resume sin pretenderlo las contradicciones de esta crisis política: “No pienses tanto, amigo, que te va a doler la cabeza”. No existe mejor alternativa a la realidad que la alternativa lisérgica de un nirvana sin crisis ni recortes. Y no es que los manifestantes levitaran o hubieran consumido LSD —otra cosa es la marihuana—. Lo más desconcertante, en efecto, era la naturalidad, la normalidad, con que centenares de miles de personas celebraron la independencia con la seguridad de haberla ya conseguido.
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