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Escuela de pastores

Decenas de personas dejan la ciudad cada año para aprender a guiar rebaños

Vídeo: J. MARTÍN/ LAIA VENTAYOL

Un año después de graduarse en Turismo, Marina Collado ha cambiado este verano la casa de sus padres en la ciudad costera de Mataró por una cabaña a más de 2.000 metros de altura en los Pirineos, donde cada día se levanta temprano para cuidar de un millar de ovejas. Atrás quedaron las tardes de cañas después de clase para esta joven de 25 años. Le esperan dos meses de subidas y bajadas por la Serra de Tudela en compañía del rebaño, seis perros, una burra llamada Rogelia y Armand Flaujat, el pastor del que aprenderá lo necesario para hacerse un hueco en este oficio cuando acabe las prácticas en la Escuela de Pastores de Cataluña.

Collado es una de los 14 alumnos de la séptima promoción de esta institución, que nació en 2009 de la mano de la asociación Rurbans. La primera escuela de este tipo la fundó el Gobierno vasco en 1997 y, desde entonces, iniciativas similares —algunas públicas y otras, privadas— han surgido en Andalucía, Asturias, Castilla y León y Cataluña para promover el relevo generacional en la ganadería.

"Desde hace una década hay una ola de gente que quiere dejar el mundo urbano y pasarse al rural. La escuela sirve como un laboratorio donde los estudiantes se ponen a prueba durante cinco meses. A algunos les ayuda a darse cuenta de que en realidad no querían dedicarse al campo y a otros, les convence de que es lo suyo", explica la responsable del centro catalán, Vanessa Freixa. De las 83 personas que han pasado por sus aulas, el 64% se dedica ahora a la ganadería, un 7% todavía busca introducirse en el sector y casi tres de cada 10 tomaron otro rumbo.

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Tras pagar una matrícula de 500 euros y dejar otros 300 de fianza, los estudiantes reciben en marzo un mes de clases teóricas en Montenartró, un municipio de Lleida que no llega a la treintena de habitantes. El precio incluye comida y alojamiento en un refugio, donde los alumnos conviven mientras asisten a talleres de cultivo de forrajes, reproducción animal, alimentación del ganado, fertilidad del suelo, producción ecológica y elaboración de quesos, entre otros.

Flaujat, que pasa cada verano guiando las ovejas de otros cuatro ganaderos por las montañas del Parque Natural del Alto Pirineo, reserva tiempo cada marzo para ir a la escuela a dar clases de adiestramiento de perros pastores. "Yo me gradué de ingeniero de telecomunicaciones por estudiar algo. Mi madre era modista y mi padre, fontanero, así que fue difícil empezar en el campo hace 24 años. Tenía mucha afición, pero no sabía nada", cuenta apoyado sobre su cayado. Ahora, dirige el ganado con detreza a base de gritos en francés, vasco y occitano: "Un idioma por cada perro pastor, así cuando doy una orden solo la sigue el que entiende esa lengua". Algo que aprendió en Francia: "Allí se valora más la ganadería. Aquí no había dónde formarse, por eso me ofrecí como profesor cuando supe de la escuela", afirma.

A partir de abril, los alumnos comienzan las prácticas, que duran cuatro meses y pueden hacerse hasta en dos destinos diferentes. Collado ha hecho la primera parte en una explotación en Euskadi y hace más de una semana comenzó la segunda en el norte de Cataluña. Son pocos los que, como ella, eligen la montaña. En el Parque Natural de Montseny, en Barcelona, Santi Serra, de 26 años, alimenta a un centenar de cabras en una casa de pagés de más de 900 años. Pertenece a Jordi Olle y Silvia Luis, una joven pareja que, como él, dejó atrás su pueblo para echar raíces en un área más rural.

De ellos aprenderá Serra a llevar una explotación y una quesería. Una vida muy distinta a la experimentada los útlimos seis años como conductor de excavadoras y maquinaria forestal. "Me mandaban de arriba a abajo por toda la comunidad. Ahora quiero estabilidad", explica este joven natural de Alpens, un pueblo de 300 habitantes en Barcelona.

Serra, nieto de masoveros, confiesa que nunca viviría en la ciudad y admite que su nueva vocación levantó más de una ceja en casa. Sus tutores, en cambio, le entienden. "Nosotros solo vamos a Barcelona una vez al año: para hacer fuerza en la Diada", comenta Olle mientras sirve un par de chupitos de ratafía casera a las diez de la mañana. "Es una forma de vida, no de ganar dinero", añade su mujer, mientras amamanta a su hija de dos años.

Ella se encarga de la quesería y él, de los animales. Así consiguen conciliar el duro trabajo de campo con el cuidado de sus dos niñas. Un objetivo que, a 230 kilómetros de distancia, se ha marcado Anna Plana, una exalumna de la escuela que, cinco años después, ya tiene un rebaño de 300 cabras y ovejas. "Soy feliz cuando salgo a andar con mis animales, pero ahora que tengo un hijo, he de encontrar la forma de dedicarle tiempo", admite.

Plana, que se apuntó a la escuela por la insistencia del novio que tenía entonces, hizo las prácticas en la explotación de Antonio, un ganadero de Llessui, en Lleida. "Las prácticas fueron nuestro divorcio, pero Antonio me ayudó a encontrar tierras y aún ahora, cuando tengo un problema, es el primero al que llamo", comenta esta joven de Girona de 29 años.

La implicación de los tutores es crucial para estos aprendices de pastores. Flaujat, el responsable de Collado, ya le ha dado contactos para conseguir empleo cuando acabe el verano. "Quiero montar una granja-escuela pero dirigida a los sectores de la sociedad más olvidados", explica la joven. Su meta es 2020, así que buscará trabajo en explotaciones francesas "para ir tirando durante el año" e intentará ser pastora de montaña cada verano para ahorrar. "Se gana entre 2.000 y 3.000 euros al mes, pero la gente no se apunta porque se está muy alejado de la sociedad y no cualquiera está preparado como persona". Flaujat, coincide: "Lo más duro de este oficio es la soledad".

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