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OBITUARIO

Zapatones, amuleto del Camino de Santiago

Juan Carlos Lema se ganó la vida vistiéndose de peregrino. Se retrató con turistas y celebridades de todo el planeta durante dos décadas

Juan Carlos Lema, ante la catedral de Santiago de Compostela.
Juan Carlos Lema, ante la catedral de Santiago de Compostela. XURXO LOBATO

Hace ya bastantes meses que lo único que tragaba bien era el humo de las cuatro cajetillas que fumaba. Con un cigarrillo prendía el siguiente y así iba encadenando los minutos del día. El chef Rivera, hostelero de Padrón (A Coruña), le preparaba puré de carne con patatas, pero Zapatones dejó hace un tiempo de comer, y aunque nadie que lo hubiera conocido hace un lustro lo crea, al final tampoco bebía apenas. “En los últimos seis meses, por la garganta no le pasaba ni un arroz”, describe este restaurador gallego que lo acogió desde hace un año sin exigirle nada a cambio “hasta que un día desapareció”.

El último personaje mágico que le quedaba a Compostela, Juan Carlos Lema Balsas (Camariñas, A Coruña, 1954), de profesión peregrino, marchó hace mes y medio sin avisar, cuando comprendió que su trato se había vuelto insoportable, “casi agresivo”. Sabía que había llegado su final y quiso apurarlo, después de haber sido huérfano, ladrón, preso y rebelde, y con el tiempo entrañable figura pública, símbolo porque sí de los caminos a Santiago de Compostela, estampa pintoresca en álbumes de todo el planeta, semblante que inspiró toda una serie de souvenirs para turistas. En temporada alta, aseguraba, recaudaba unos 100 euros diarios de la gente que se le acercaba para fotografiarse. Otros le pagaban una ronda. Y todos marchaban con el recuerdo, y alguna información inédita sobre el corazón de piedra de esta ciudad.

Zapatones, o mejor dicho su alter ego humano, temeroso, escondido en sí mismo, consumido y amoratado por el alcohol y el tabaco, fue hallado muerto en Pontevedra el pasado día 15. En 2011 fue desahuciado por su casero y pasó por un centro de desintoxicación. En 2013, atropellado en pleno Camino Francés, a 55 kilómetros de Santiago, se fracturó las dos piernas, pero se recuperó, aunque ya nunca volvió a ser el mismo.

El Rey lo invitó a comer

No tenía ningún amigo íntimo, pero se retrató con casi todos los políticos y celebridades que arribaron a la ciudad en las últimas dos décadas, incluido el rey Juan Carlos I, que al ver su capa marrón deshilachada, descolorida de lluvias y soles, le prometió un traje nuevo de romero y lo invitó a comer. Nunca conoció a sus padres y un buen trecho de su vida no tuvo claros ni sus apellidos, por eso pudo inventarse desde el prólogo. Aunque en ocasiones lo negaba, más tarde supo que en Ponte do Porto (Camariñas) tenía un hermano, José, que intentó ayudarle y lo acompañó en su último peregrinaje al camposanto. De su vida se sabía lo que él relataba, y relataba cosas contrapuestas según el día. Nunca se desdecía, sin embargo, cuando contaba que fue depositado en la casa cuna de A Coruña, que fue inscrito como hijo de José y María, igual que Jesucristo, y que de ahí pasó a los Salesianos, que de chico le procuraron trabajo al ver que no era buen estudiante. Se empleó en las viñas de Cambados (Pontevedra) y fue camarero. Aseguraba que los robos por los que cumplió prisión fueron sin violencia y que en la mili también fue condenado por desacato. Al fin, poco antes de cumplir los 40, Zapatones encontró el camino de su vida en la plaza del Obradoiro, ante la catedral.

Tuvo el instinto de rescatar la vestimenta medieval a las puertas de una tienda que exhibía como reclamo un maniquí con la capa, el sombrero con la vieira y el bordón. Entró y se lo pidió al dueño, y al verlo pasearse con el atavío, la hija política del comerciante le llamó “zapatones”. Así se convirtió en amuleto de ese fenómeno jacobeo que renació de sus cenizas con la promoción política desplegada a partir de 1993.

Desde el atropello vivía en un centro para mayores. Un día, ya derrotado, se presentó en el negocio de Chef Rivera pidiéndole techo. No le gustaban las normas de la residencia y además desconfiaba: “Un día sí y otro no veo que sale alguno con los pies por delante”. Las últimas veces que se puso su traje de faena para trabajar de peregrino fue en Pascua, fiesta grande en Padrón. “Intentaba hablar y se volvía loco”, cuentan. No podía narrar “las batallas de su vida” porque no se le entendía.

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