Cómo hemos llegado a esto y el fin del “peix al cove” (pájaro en mano)
España tendrá que recurrir a elementos creativos para fabricar un nuevo cemento nacional
Tome una minoría independentista bien organizada y movilizada en torno a un eslogan de apariencia democrática impecable como el llamado “derecho a decidir”. Súmele una crisis económica que lleva a la desesperanza a buena parte de la población y tapona el horizonte de las generaciones jóvenes. Añádale falta de reacción del Gobierno central y obtendrá un cóctel explosivo hecho de desafección a España, creencia de que el Estado les maltrata y roba y búsqueda de una salida en huida adelante hacia la independencia. El procés se desató en 2003, en un momento en el que la reivindicación autonómica no estaba en la agenda política y ni siquiera figuraba entre las preocupaciones ciudadanas. El presidente de la Generalitat Pasqual Maragall se lanzó a promover un nuevo Estatut, convencido de que el proceso le daría la mayoría absoluta y llevaría a reconfigurar el Estado de las Autonomías.
Once días después de que los catalanes aprobaran el Estatut, el PP lo recurrió
Fuera de la botella, el genio soberanista resultó menos domeñable y manejable de lo esperado. En el afán por asentar el proceso, el presidente Rodríguez Zapatero prometió públicamente que respetaría el texto que aprobara el Parlamento de Cataluña y de esta manera abrió entre los partidos catalanes la puja por cuál de ellos se mostraba más soberanista. Las costuras del sobrehilado jurídico que el exmagistrado del Tribunal Constitucional Carles Viver Pi-Sunyer había realizado por encargo del Govern con el delicado propósito de casar el borrador estatutario con la Constitución —y abrir una vía de reforma interpretativa de la Carta Magna—, se deshicieron completamente a resultas de la competición abierta entre los partidos. Y el resultado fue un comistrajo de difícil digestión jurídica que ni siquiera tras el cepillado del Parlamento español pudo superar las barreras constitucionales.
El largo camino judicial estuvo salpicado de despropósitos e iniciativas incendiarias, como la campaña anticatalana de boicot y recogida de firmas emprendida desde las filas y medios del PP. Once días después de que los catalanes refrendaran el Estatut —con la elevada abstención del 50,59%—, el PP interpuso un recurso de inconstitucionalidad que prosperó cuatro años más tarde en la sentencia que anuló parte del Estatuto. El fallo cayó como una bomba. El proceso de radicalización nacionalista llevaba tiempo calentado motores y muchos ciudadanos juzgaron inadmisible que los jueces anularan un Estatuto aprobado en referendo por la población e interpretaron que la vía de la reforma había quedado clausurada. Se cerró así la prolongada etapa puyolista de la negociación y el mercadeo bilateral del peix al cove (pájaro en mano) —caracterizada por el apoyo nacionalista a la gobernabilidad del Estado a cambio de concesiones autonómicas—, y se inauguró la fase de la eclosión independentista movilizadora y “tierra incógnita”. ¿Qué hacer?
La independencia sin contenido no conduce a nada Angels Guiteras
“Urge abrir el debate en Cataluña y en todo el Estado sobre las ventajas que supondrá para todos convertirnos en Estado federal”, proclama Carme Valls, vicepresidenta de Federalistes de d’Esquerres. La presidenta de la Taula del Tercer Sector, Angels Guiteras, abunda en la necesidad de una reacción general. “Tenemos que asegurarnos de que la fórmula sea un ganar y ganar para todos y no un perder y perder como hasta ahora. Todo el mundo debe clarificar sus proyectos. El PIB sube y las desigualdades aumentan. La independencia sin contenido no conduce a nada”, recalca. Encajar a Cataluña en una España refundada, implica según Joaquín Tornos, catedrático de Derecho Administrativo por la Universidad de Barcelona, una reforma constitucional que actualice y renueve la legitimidad del texto elaborado hace 35 años. Además de la formación de un Senado inspirado en el modelo alemán, la nueva Constitución debería recoger, a su juicio, el reparto de las competencias autonómicas y el principio de ordinalidad para reducir el alto grado de confusión y conflictividad existente. “Es preciso reducir las legislaciones compartidas y regular los mecanismos de colaboración en el funcionamiento de la Conferencia de Presidentes autonómicos y de las Conferencias Sectoriales”, indica.
Eliseo Aja pone a su vez el acento en la creación de un sistema federal integrador que busque el compromiso de las autonomías en las leyes básicas y permita su participación en Europa a través del Senado. “Hay que resolver el problema de que para la ley catalana la única lengua vehicular es el catalán y para la española lo son el catalán y el castellano. La clave es que el concepto de nación no sea excluyente”, subraya. El economista y antiguo secretario general de Medio Ambiente de la Generalitat Ricard Fernández Ontiveros añade a eso el pleno respeto a la normalización lingüística, “que no fue”, destaca, “una imposición de los catalanoparlantes”. Visto el bloqueo político en la relación Cataluña-España y el empate técnico entre los catalanes favorables y contrarios a la independencia, propone un nuevo acuerdo entre Cataluña y el Estado sobre la base de la federación y las soberanías compartidas. Ese acuerdo debería permitir reintegrar a ese porcentaje de la población, situado entre el 20% y el 30%, partidario de hacer el referéndum pero que se declara no independentista.
Faltos de discurso, organización y simbología propia, los opuestos a la escisión se encuentran ante gigantescas movilizaciones soberanistas en las que familias enteras se reúnen en sus pueblos a comer para después cortar la carretera y manifestarse en un ambiente tan reivindicativo como festivo. En su contra, pesa que, como seña Jaime Malet, el patriotismo español, o más modestamente, el sentimiento de pertenencia afectiva, “resulta difícil restaurarlo y expresarlo en nuestro país con los atributos convencionales de una historia aceptada y compartida, una bandera, un himno”. Nuestra historia, nada ejemplar en algunos momentos —la guerra civil sigue todavía proyectando su terrible sombra—, impide a muchos españoles identificarse con la simbología oficial, particularmente en las autonomías en las que el nacionalismo es hegemónico.
España tendrá que recurrir a elementos más creativos para fabricarse un nuevo cemento nacional. “Creo que podemos mirar al futuro con optimismo. Los que viajamos por el mundo sabemos que este es un país con una extraordinaria calidad de vida; que pese a las dificultades, la gente es relativamente feliz; que tenemos grandes sedimentos culturales y disfrutamos de la solidaridad y los servicios públicos. En definitiva: que disponemos de los elementos fundamentales del Estado de bienestar y de un entorno amable que compartir y preservar”, opina el presidente de la Cámara de Comercio de EE UU en España. Ese cemento requiere capacidad de interpretar correctamente la realidad, voluntad de romper los muros de incomunicación, disposición a asumir planteamientos plurales e inteligencia para adaptarse a los tiempos y construir la fórmula del “todos ganan” dentro de un proyecto de Estado moderno, eficaz y solidario.
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