Claves de un fracaso
España no se encuentra entre los países "generadores de conocimiento"
En 1899 Santiago Ramón y Cajal escribió: “La posteridad duradera de las naciones es obra de la ciencia y de sus múltiples aplicaciones al fomento de la vida y de los intereses materiales. De esta indiscutible verdad síguese la obligación inexcusable del Estado de […] desarrolla[r] una política científica encaminada a generalizar la instrucción y a beneficiar en provecho común todos los talentos útiles” [Los tónicos de la voluntad: Reglas y consejos sobre investigación científica, Gadir Editorial 2005, pp. 160-1]. Un siglo más tarde es innegable que entre los países y regiones más prósperos del mundo se encuentran aquellos que han sabido hacer de sus universidades y centros de investigación, en un entorno propicio a la iniciativa empresarial, la clave de su economía y bienestar. Son los que Jeffrey Sachs define como “generadores de conocimiento”. Lamentablemente, entre ellos no se encuentra España, que ocupa el puesto 25, por detrás de la mayoría de los países grandes de la UE, en el índice de innovación elaborado por el Banco Mundial. Los informes anuales de Cotec coinciden en destacar el bajo nivel de innovación de las empresas españolas, lo que las hace poco competitivas internacionalmente.
La relación entre el mundo académico y la sociedad falla, y también la conexión entre la formación que ofrece la universidad y la que demanda la sociedad
¿Ha cumplido el Estado con esa “inexcusable obligación” que le atribuía el único premio Nobel gestado en la universidad española? Aparentemente lo ha hecho. España tiene hoy un sistema de enseñanza superior e investigación muy desarrollado, con 77 universidades, 50 de ellas públicas, dispersas en 184 campus por todo el país, y con una institución exclusivamente dedicada a la investigación, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas que cuenta con 125 institutos. La proliferación de las “universidades de proximidad” ha permitido el acceso generalizado de los jóvenes a la enseñanza superior, con tasas de escolarización superiores al 30%. Estas cifras esconden un éxito desigual, sin embargo: las tasas de graduación son modestas, hay un claro sesgo a favor de titulaciones con fuerte demanda por parte del propio Estado, como la propia administración pública, la enseñanza y la salud, e incluso las grandes infraestructuras de comunicaciones, y la empresa privada valora los títulos menos que la de otros países de nuestro entorno. Como “generador de conocimiento” el panorama también es contradictorio. España produce el 3% de la “ciencia” mundial, lo que la convierte en el décimo país en términos de publicaciones académicas, aunque en términos de impacto tan sólo ocupa el puesto 40 y el registro de patentes es muy pobre. En parte ello se debe a que, comparadas con otros países de la UE y con los Estados Unidos, las universidades españolas tienen un peso muy superior a la empresa privada en el sistema de investigación (Gámir y Durá 2010) y a que la relación entre el mundo académico y la sociedad falla, como también falla la conexión entre la formación que ofrece la universidad y la que demanda la sociedad.
Una opinión, mayoritaria en los claustros, achaca las carencias e insuficiencias de la universidad a una financiación pública “insuficiente”, término éste difícil de analizar objetivamente. Y ello a pesar de que el gasto por estudiante en términos de renta por habitante es superior al de países de renta similar, como Italia (13.366 US$ frente a 9.553 US$ en 2008). Además, se obvia el hecho de que las transferencias públicas corrientes por estudiante, en Euros constantes, se doblaran entre 1997 y 2009, sin que en ese mismo período las universidades españolas mejorasen su posición internacional, según los rankings más conocidos [Núñez y Tortella, La educación en la España de 2025, Madrid: Colegio Libre de Eméritos 2013].
La prolija regulación ha contribuido a convertir las universidades en instituciones extraordinariamente burocratizadas y ensimismadas, gestionadas en función de los intereses de sus claustros
Apenas se presta atención, sin embargo, al marco institucional que rige la Universidad y la ciencia en España y es también responsabilidad del Estado. Del vigente marco legal yo destacaría dos rasgos clave, el exceso de normativa y la ausencia total de control de resultados. Tres leyes orgánicas universitarias (LRU 1983, LOU 2001 y 2007), dos leyes de la Ciencia (1986 y 2011), y una miríada de Decretos y Órdenes la regulan y la someten a periódicos vaivenes. La Ley de Reforma Universitaria de 1983 convirtió a las universidades franquistas en universidades “autónomas”, reguladas por el Estado y dependientes de la financiación pública. De hecho, tanto la LRU como, en mayor medida ambas LOU, preceptúan temas que debían haberse dejado al arbitrio de cada universidad, desde la definición, duración e incluso los contenidos de las titulaciones, a la selección de estudiantes, los exámenes y las tasas académicas; desde el proceso de selección, contratación, promoción y retribución de los profesores, hasta la organización de la universidad en facultades, escuelas y departamentos. Además, la LRU entregó el control de la universidad a los claustros académicos existentes en 1983, sin hacer una selección previa de los profesores de la nueva universidad ni establecer unos mecanismos de control de resultados mínimamente operativos ya que los Consejos Sociales, en teoría responsables de dicho control, carecen de verdaderas competencias y capacidad para realizar esa tarea. La prolija regulación estatal, a la que se han sumado estatutos y reglamentos internos de todo tipo, ha contribuido a convertir las universidades en instituciones extraordinariamente burocratizadas y ensimismadas, gestionadas en función de los intereses de sus claustros. La incapacidad de atraer talento, en especial profesores e investigadores españoles y extranjeros de prestigio internacional, es una prueba más de dicho fracaso.
El pasado 1 de mayo, “ante una perspectiva de mejoría económica”, los rectores de las universidades públicas se apresuraron a leer un comunicado conjunto pidiendo el fin de las restricciones presupuestarias y de los controles de personal implantados en toda la administración pública a raíz de la crisis económica que ha situado el paro por encima del 20% de la población. En el comunicado abundaban las referencias a la situación laboral de los claustros académicos, o, en un guiño a los estudiantes, a la subida de las tasas académicas. No había el menor atisbo de autocrítica acerca de su propia gestión en la selección y promoción de los profesores e investigadores, y como consecuencia de ello, en la pobre relación entre la universidad y la sociedad, en especial la empresa privada, el desajuste entre las titulaciones que ofrece la universidad y las que precisa y demanda la sociedad, o la escasa relevancia de la investigación académica. Antes bien, se pedía que se “retoma[se] el apoyo a la investigación y a la innovación para regresar a una senda de crecimiento, basado en el conocimiento […] que evite la pérdida de talento y aproveche la formación proporcionada ”, senda de crecimiento que, lamentablemente, nunca ha existido en España.
Clara Eugenia Núñez es profesora de Historia Económica en la UNED y ha sido Directora General de Universidades e Investigación de la Comunidad de Madrid. Su último libro se titula Universidad y Ciencia en España. Claves de un fracaso y vías de solución (Gadir Editorial, 2013)
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