Un sueño con final inesperado
Kenneth Iloabuchi quería llegar a Londres para ser abogado y terminó de sacerdote en Murcia
A mediados de los noventa, varios jóvenes de Adaci Nnukwu, en el Estado nigeriano de Anambra, a unos 500 kilómetros al este de Lagos, soñaban. Recibían por televisión imágenes de una vida mejor. Reino Unido era (y es) para muchos nigerianos un sueño alimentado no solo por lo que ven y escuchan en los receptores, sino también por los relatos de quienes ya lo han conseguido. Porque, según la Oficina Nacional de Estadística británica, en la actualidad 174.000 nigerianos tienen residencia legal en el país.
Entre esos jóvenes, para los que la Premier League, el Támesis o la estación Victoria no son curiosidades extranjeras, sino la promesa una vida mejor, estaba Kenneth Chukwuka Iloabuchi (nacido en 1979), que, acabada la enseñanza secundaria, imaginaba junto a sus amigos cómo sería la Facultad de Derecho de Londres. Un buen día, con los 18 recién cumplidos, Iloabuchi habló con su madre (su padre había fallecido cuando tenía ocho) y le expuso su plan. Iloabuchi era el más pequeño de siete hermanos y su madre mostraba resistencia a dejarlo marchar y temor ante la incertidumbre de un viaje que muchos habían iniciado y solo una pequeña proporción culminaba. Era 1997 y no tenía noción de cómo viajar. “Por no tener, no teníamos ni teléfono”, cuenta.
El sueño se puso en marcha. La familia recolectó algo de dinero, Iloabuchi se despidió y, acompañado de un amigo, se dirigió a Lagos, la antigua capital de Nigeria. En una agencia de viajes les mostraron un mapa. El plan parecía sencillo: viajar hasta Marruecos en avión y entrar en el país norteafricano de forma legal con un visado. Desde allí a España y, vía Francia, directos a Inglaterra. “Nos dijeron que era muy fácil entrar en España”. Los amigos se miraban incrédulos. “Era alucinante lo cerca que estaban Tánger y Ceuta. Y además nos explicaban que España necesitaba gente que trabajara en el campo, con lo cual teníamos la entrada asegurada sin mucho control”.
Ambos hicieron lo que les habían dicho. Esperaron unos días hasta obtener el visado de entrada en Marruecos, compraron un billete de avión y en septiembre de 1997 llegaron a Casablanca. Allí descubrieron el engaño. El primero de muchos. “Cruzar la frontera era muy, muy difícil”. Iloabuchi pasó los siguientes dos años viviendo como podía en Marruecos. “Estaba en la calle, sin techo”. Finalmente, tras vagar por Tánger, se decidió y trató de entrar en Ceuta cruzando la frontera directamente. La Guardia Civil lo detuvo y lo devolvió. Pero antes los guardias marroquíes habían roto su pasaporte para que no hubiera prueba de la estancia legal de Iloabuchi en Marruecos. El joven era un hombre sin papeles y sin país al que ser devuelto. Su destino temporal fue un centro de detención.
Quince días después, Iloabuchi, ya sin su amigo, fue obligado a subir a un camión junto a varias decenas de inmigrantes. Después de largas horas viajando hacia el Este bajaron. “Era de noche, no sabíamos dónde estábamos”. Era la frontera entre Marruecos y Argelia. “Nos dijeron: ‘Yala, yala’ [vamos, vamos] y se marcharon”. Era un grupo de unas 60 personas de varias nacionalidades. “Allí es donde piensas de verdad: estoy perdido”. No sabían adónde ir. Unos se sentaban y otros lloraban. En el centro de detención les habían recomendado caminar hacia Argelia, pero que tuvieran mucho cuidado. Tras una noche de caminata, un pastor les confirmó que habían llegado al país. Varias jornadas después divisaron las cercanías de Orán. “Había inmigrantes de todos los países: Senegal, Malí… Muchísimos” Pasaron ocho meses en los que Iloabuchi volvió a sobrevivir en la calle. Pudo comunicarse con su familia, explicar la situación y pedirles que juntaran otra vez dinero para regresar, esta vez ilegalmente, a Marruecos.
Llegó el dinero y parecía que lo peor había pasado. Al fin y al cabo, el joven ya sabía cómo se las gastaban las mafias y las autoridades fronterizas. El plan, de nuevo, era sencillo: entrar en Marruecos caminando y, evitando a la policía, llegar a Tánger. No fue así. “No teníamos ni idea. En mi vida he visto nada parecido”. Iloabuchi y su grupo fueron de nuevo abandonados en el desierto, esta vez por las mafias, y caminaron en sentido contrario al viaje realizado meses atrás. Fueron tres semanas de infierno. “Estar perdido en el desierto te hace morir. Llegamos a estar varios días sin comida y sin agua. Nos bebíamos la orina. Uno de mis compañeros murió de sed en mis brazos; ¿sabe lo que es no tener fuerzas ni para consolar a un moribundo?”. Viajaban de noche y en zonas habitadas dormían en los cementerios.
Contaban que era muy sencillo entrar en España porque se necesitaban muchos trabajadores. Nos engañaron”
De vuelta en Rabat, Iloabuchi planeó el cruce de la frontera. Esta vez lo haría de otra forma. Volvió a hablar con su familia y pidió más dinero. Y así una calurosa noche de julio de 2000 subió a una patera junto a otras 80 personas. La embarcación se lanzó al Estrecho acompañada de otra con un centenar de inmigrantes a bordo. La mar se encrespó y la otra patera caló el motor. “Lloraban y gritaban. Nosotros les dábamos ánimo, pero el mar estaba muy mal”. En un abrir y cerrar de ojos, una ola volcó la patera averiada y, tras unos segundos de gritos de pánico, llegó el silencio total. Fue en aquel instante cuando Iloabuchi renunció a su sueño: a Londres y a ser abogado. “Recé y le dije a Dios: ‘si me sacas de esta, te daré mi vida”. Momentos después, una patrullera de la Guardia Civil los rescató y los llevó a Algeciras. Tras unas semanas internado, un juzgado le dio 48 horas para salir de España, e Iloabuchi no lo pensó: cogió un autobús y huyó. En los siguientes dos años, Iloabuchi trabajó en la construcción y en el campo. Tuvo una pareja estable. La odisea de su viaje quedaba atrás. “Hablaba con mi madre y me preguntaba siempre: ¿vas a la Iglesia?”. Un día de 2002 entró en la parroquia de San Andrés en Murcia con la misa ya empezada y se quedó al fondo. “De pronto, el cura me llama delante de todos. Me hace subir junto a él y dice que todos somos hijos de Dios”. El párroco, Jesús Avenza, entabló amistad con aquel joven que había cruzado medio mundo en busca de su sueño.
“Finalmente no he conseguido mi sueño, pero he recibido un regalo”. Es la primera vez que Iloabuchi sonríe en todo el relato. Desde el pasado 29 de septiembre es el padre Kenneth. “Soy consciente de que he recibido mucho, y ahora me toca dar”, explica en la sede de Ayuda a la Iglesia Necesitada en Madrid. Trabaja en Murcia en dos parroquias y ayuda a los inmigrantes. “Yo soy inmigrante”, recalca. ¿Y el amigo con el que salió de Adaci Nnukwu? Una sonrisa aún más amplia ilumina el rostro del padre Kenneth: “Se ha licenciado en Inglaterra”.
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