Limpiadores de dramas
Trabajan para eliminar rastros de crímenes, suicidios o cadáveres olvidados. Pocos se dedican a ello. Sepa por qué
Lo más difícil de limpiar en una casa con tarima flotante es la sangre. Si hay mucha, al pisar los tablones, el líquido rojizo rezuma. Si hay poca, el fluido se coagula bajo las láminas del suelo y llena la vivienda de un olor putrefacto que empieza a notarse con intensidad pasada una semana. Los trabajadores de la empresa DEP Limpiezas Traumáticas han interiorizado esto tras cuatro años borrando en Madrid el rastro de suicidios, homicidios, acumulación de basuras por síndrome de Diógenes, o cadáveres que nadie reclamó. Un servicio, tan necesario como desagradable, al que pocos se dedican: hay otra empresa, Profinet, en Barcelona, y una tercera que cerró en Asturias.
La sangre coagulada contra la que toca luchar hoy es la de un hombre que se suicidó con una escopeta hace unas semanas. El líquido inundó el pasillo y lo salpicó todo. Los operarios de DEP tuvieron que desmontar la tarima, desinfectar bajo el suelo, limpiar la pared y volver a pintar encima. A ellos les gusta decir que no son solo una empresa de limpieza, sino que su misión va más allá: deben lograr que nunca nadie recuerde lo que ha sucedido allí. Los operarios han llegado incluso a cambiar la lechada (la masa blanca que une las baldosas) para evitar que el cliente encuentre algún rastro.
Miguel Merino y su mujer, Ana Belén Sánchez, son los propietarios de la empresa. Contratan a personal según sus necesidades. Ella lleva la gerencia y él borra la huella de la desgracia. Tras años de experiencia en una empresa funeraria se percataron del problema al que se enfrentaban las familias después del entierro: “¿Y esto ahora quién lo limpia?”. “No existe ninguna legislación vigente sobre el estado de salubridad de una vivienda en la que ha muerto una persona. No es solo la limpieza, también la desinfección”, explica Merino. Los operarios de DEP viajaron a Miami (EE UU) varias veces al inicio de su andadura empresarial para aprender de las compañías que se dedican allí a esta penosa labor. “Allí es obligatorio un certificado de desinfección para alquilar o vender la casa, si no se ha limpiado correctamente, los inquilinos pueden contraer enfermedades”, aseguran desde la empresa.
El servicio se ofrece en los depósitos de cadáveres. Algunas familias ni siquiera saben lo que se encontrarán al llegar a casa. Unos se liberan de escrúpulos y se encargan ellos mismos de la tarea, otros se inclinan por contratar empresas tradicionales de limpieza. En el ordenador de DEP se suceden carpetas con los casos. Hay vídeos y fotos del antes y del después. En las primeras, sangre por el suelo, basura que llega a cubrir un ventanal, gusanos que han invadido un domicilio en el que un cadáver pasó varias semanas olvidado. Los restos de la muerte intentan ocultarse. Al igual que la sangre que se escurre bajo la tarima, los gusanos esconden sus huevos en el marco de las puertas y los colchones absorben los fluidos de los que han perecido en la cama.
El ritual de limpieza es escrupuloso. En el rellano de la casa se crea una zona de seguridad, que consiste en una lona desinfectada extendida en el suelo. Allí, los operarios se colocan el mono blanco impermeable que les cubre de arriba abajo y que no se quitarán hasta que acabe la limpieza. Sus manos están cubiertas por unos guantes de látex o de tela que a su vez envuelven con otros de goma, largos hasta los hombros. Respiran a través de una mascarilla que asegura un grado de protección solo superado por las usadas en las fugas radioactivas.
Los limpiadores van armados también con bolsas de colores, la roja es para los restos orgánicos. Lo más penoso es la sangre, pero lo más laborioso es separar los desperdicios. Hay viviendas de personas que han acumulado toneladas de basura en todas las estancias antes de morir. Son los síndromes de Diógenes graves. El baño, la cocina y el salón pierden su denominación y adquieren la misma función: vertedero. En una de las fotos del archivo de DEP se percibe la forma de un cuerpo estampada en el suelo cubierto por tres centímetros de basura.
Pero lo peor no entra por los ojos, sino por la nariz. El olor es el gran enemigo. Los limpiadores cuentan con dos armas para combatirlo: el ozonizador y el ionizador. El primero desprende ozono, que descompone y desinfecta el aire, pero es tan potente que debe trabajar solo, y tras 10 minutos conectado, los ojos se secan, la garganta pica y no se puede respirar. La casa debe ventilarse el mismo número de horas que ha estado actuando la máquina. Una casa de 50 metros cuadrados necesita cuatro horas. El segundo aparato “genera aire puro”, en palabras de los limpiadores, y se usa en la última fase de la limpieza.
Después de dejar actuar al ozonizador toca rascar, frotar y separar los residuos en bolsas. Cuando los gases de desinfección ya han surtido efecto, resulta inevitable quitarse la mascarilla. El agobio que produce el traje es tal que los operarios se olvidan del ambiente repulsivo que los rodea. Entonces la muerte penetra en el paladar. Miguel Merino cuenta que en el descanso para comer durante su primer trabajo se acercó a un restaurante cercano y el filete le supo a podrido. Después probó con las patatas y tenían el mismo sabor. El problema no estaba en el plato, sino en su boca.
El precio del servicio depende de la magnitud del drama. Merino tiene que inspeccionar el lugar y, dependiendo del personal necesario y el tiempo, diseña un presupuesto. “El otro día tuvimos que limpiar un pasillo, eso son 400 euros, pero si la situación es más grave, el precio aumenta”, explica. El limpiador de traumas detalla uno de sus últimos trabajos: una semana entera para borrar todo el rastro de un síndrome de Diógenes en un chalet madrileño. Emplear a cuatro hombres para eliminar la basura acumulada durante años en una vivienda tan grande costó más de 4.000 euros.
Pasado un tiempo prudencial y una vez que los familiares dan el visto bueno a la limpieza, Ana Belén Sánchez borra las carpetas en las que almacenan los vídeos y las fotos. Trabajo concluido. Es el último paso para eliminar definitivamente una muerte traumática.
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