Un padre herido deslumbrado por los focos
Tras la muerte de su hija Mari Luz, Juan José Cortés se embarcó en una huida hacia adelante Se creyó su propio personaje, hasta que un tiroteo le apartó de los focos
Enamoró a las cámaras desde el mismo instante en que, la noche del 13 de enero de 2008, vestido con su chándal de entrenador de los juveniles del Recreativo de Huelva, pidió ayuda a España para encontrar a su hija. La niña, de cinco años, había desaparecido esa tarde cuando iba a comprar chuches al quiosco de barrio, El Torrejón, un distrito de Huelva en el que, hasta entonces, se negaban a entrar hasta los taxistas.
El país entero se prendó y se implicó en la lucha de ese hombre alto, apuesto, elegante, -gitano, sí, pero “como nosotros”, pensaban muchos, sin decirlo, al verlo-, con el verbo ligero y florido del vendedor ambulante y predicador evangelista que luego se supo que era, por hallar a Mari Luz, la pequeña de sus tres hijos, la niña de sus ojos, la reina de su casa. Un ciudadano exigiendo sus derechos, como cualquier otro en su caso, sin ninguna coletilla añadida. La tragedia de los Cortés se convirtió en el drama de todos. Mari Luz, en la niña perdida de todo un país. Y Juan José, en el padre de España. Hasta que por fin, casi dos eternos meses después, apareció su princesa. Flotando en la bocana del puerto de Huelva. Vestida con su faldita vaquera y su jersey rosa. Muerta desde la misma tarde de su desaparición. Mari Luz nunca llegó a comprar gominolas: en el camino al quiosco pasó por la puerta de su vecino de bloque, Santiago del Valle, un pederasta condenado y en libertad por una serie de negligencias judiciales, y ahí acabaron sus días.
Cortés, lo dijo él, entró “en coma”. "Ando, como, respiro, pero estoy muerto, soy un zombi en vida", decía a quien le escuchase. Abandonó su vida. Dejó a sus otros dos hijos, dos chicos adolescentes, al cuidado de su esposa, también rota de dolor por el drama, y se lanzó a lo que desde entonces considera su misión en la vida. Hacer justicia a su hija. Recorrió España de punta a punta en su furgoneta pidiendo firmas exigiendo la cadena perpetua para los pederastas asesinos. Entró en todas las radios. Salió en todas las televisiones. Los políticos -con una mezcla de vergüenza, sentimiento de culpa, y oportunismo para aprovechar el tirón demagógico del padre destrozado- se desvivían por agradarle. El presidente Zapatero le recibió en La Moncloa. Rajoy, líder de la oposición, le agasajaba a la mínima. El ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, y la entonces portavoz de la oposición, Soraya Sáenz de Santamaría se fotografiaron con él en la presentación de su biografía.
Puede que ahí empezara a perder el rumbo. En vez de retirarse a hacer el duelo, cuidar de su esposa y sus niños, y recuperar su vida, se embarcó en una huida hacia adelante promocionando, en solitario, el volumen por todas las ferias provinciales, comarcales y locales de la agenda. Las televisiones se lo rifaban como tertuliano experto en seguridad ciudadana en programas de debate espectáculo. El Partido Popular le tentaba con puestos de asesor –aún sigue siéndolo del alcalde popular de Sevilla, Juan Ignacio Zoido- en la misma materia de la que fue víctima. Algunos le consideraban un líder de masas, un pastor laico, un creador de opinión. Otros, un iluminado mortalmente herido por su propia desgracia. Él, deslumbrado quizá de los mismos focos que se prendaron de él en su día, se dejó querer. Se fue de su barrio de toda la vida. Fundó un ministerio evangélico con su nombre. Daba sermones donde se lle llamaba. Se creyó su propio personaje.
Hasta que nos enteramos de que se había visto envuelto en una trifulca con tiros incluidos. De que se le había calentado algo más que la boca en una discusión de calle. Probablemente, alguien le mentó a sus muertos. A su niña. A la luz de sus ojos. Y eso es mucho más de lo que Cortés, un gitano puro para quien los difuntos son sagrados hasta el punto de no poder pronunciar su nombre en vano, puede soportar sereno.
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