Capitanes de trenes
Tres compañeros de José Garzón en la base ferroviaria de A Coruña hablan del maquinista del tren de Santiago, que se refugia en una casa rural de la provincia
Francisco José Garzón Amo podría haber sido otra cosa que ferroviario, pero para su entorno no podría haber sido nada mejor. No solo era una salida laboral, era mantener una tradición. Y para los jóvenes el anhelo era ser maquinista, aunque no fuese el trabajo mejor pagado, y tuviese más categoría social ser factor de estación, el hombre de la gorra y el banderín que ordena partir a los trenes. En la actualidad, en España hay unos 5.000 maquinistas y parecía un oficio mortecino hasta que la alta velocidad le puso las pilas al sistema de transporte y a la profesión.
Garzón nació en Monforte de Lemos en 1961 de una familia atraída, como tantas otras, por el tren. Desde 1883, cuando la línea ferroviaria entró en Galicia por allí, a la pequeña ciudad fueron llegando cientos de vecinos originarios de León, Zamora y más allá, con apellidos curiosos y un salario fijo de una empresa pública. Los Garzón habían venido de Ponferrada y los dos hijos crecieron jugando en las vías que cruzaban por entre sus casas, en la estación y en los talleres. Asistieron al colegio ferroviario o “la asociación” (Asociación General de Empleados y Obreros de los Ferrocarriles de España) y con toda probabilidad iban a los bailes y a las sesiones de cine de La Fraternal (una de las tres sociedades recreativas de Monforte, la de los ferroviarios que, a pesar de su nombre, sobrevivió a la Guerra Civil y al franquismo). Francisco y su hermano mayor, que era engrasador y murió en un accidente de coche, entraron en Renfe.
Hay pasajeros que dejan mensajes de ánimo escritos en los billetes
“Claro que conocemos a muchos que no son de familia ferroviaria. Bastantes eran hijos de militares, o gente que le tocaba hacer la mili en Renfe y veía allí una oportunidad”. Pero los tres compañeros de Garzón en la “residencia” (base) de A Coruña que lo cuentan son ferroviarios de tercera generación que se formaron como maquinistas en el ejército. José Fernández España, que nació en Pedralba (Sanabria-Zamora) en 1963, incluso es nieto de “carrilano”, aquellos miles de obreros que construyeron, prácticamente con pico y pala, los túneles y puentes del ferrocarril entre Zamora y Ourense en el primer tercio del siglo XX. “Yo quería ser maquinista desde los cuatro años”, asegura.
Como Carlos Alcantarilla, nacido en Utiel (Valencia) tres años antes, nieto de un jefe de tren al que represaliaron en la posguerra mandándolo a A Gudiña (Ourense), adonde Carlos llegó con ocho meses. “De pequeño me subían a la máquina de vapor. Después, en Ourense, estudié para ajustador, pero solo miraba para los trenes. Hice el examen para poder hacer el servicio militar como maquinista, y aprobé. Pensé, ¡hala, ya soy maquinista! Pero era como en la película Oficial y caballero. En cada período te daban 10 puntos, y cada cigarrillo fumado donde no debías, cada prueba no superada, era un punto menos. Con cero, a la calle. Alguna vez quedé con cuatro”.
Como ellos, su compañero Miguel Aguilar también se formó como maquinista mientras hacía 36 meses de servicio militar. Nació en 1960 en Valladolid, aunque llegó —las raíces de los ferroviarios— a A Coruña cuando tenía ocho días. Pero al contrario de sus compañeros él, con abuelos, padres y hermanos con nómina en Renfe, quería ser cualquier cosa menos ferroviario. “Ya tenía un hermano maquinista, y compañeros suyos me llevaban en las rodillas mientras conducían el ferrobús, pero nada. Hasta la mili. Ahora no lo cambiaría por nada del mundo. Es más, un tiempo que estuve haciendo otro trabajo, el jefe me decía: ‘Tengo un problema contigo, tienes cabeza de maquinista”.
El sueldo neto de uno de estos profesionales ronda los 3.000 euros. La jornada laboral, si empieza y termina en la residencia, son nueve horas y media, pero ¿cómo es la cabeza del maquinista? “Lo que más valoramos es la independencia, no tener que dar explicaciones mientras hagas las cosas bien”, comenta José, que estuvo dos años como liberado sindical, y se le hicieron eternos. “Recuerdo días muy duros, averías con nieve hasta la cintura, jornadas de 48 horas, pero eres dueño de tu trabajo”, considera Carlos. “Cuando hay exámenes para ascender a jefe de máquinas o a cualquier puesto que suponga dejar de conducir, nadie se presenta. Los que tienen que estar en oficinas están como gatos enjaulados”, señala Aguilar.
El 30 de julio, Miguel Aguilar subió como pasajero en A Coruña para ir en el Talgo hasta Ourense. A las 00.35 lo condujo hasta Medina del Campo durante cuatro horas. Allí, un taxi lo llevó al hotel, y lo recogió al día siguiente a las 15.55 para llevarlo a la estación, desde donde volvió con un tren hasta Ourense… “No, no es una vida solitaria. Es independiente. Esa mañana en Medina me levanté, desayuné con la prensa y me fui a dar una vuelta al castillo. Me duché y comí con el mecánico”. Lo cierto es que hay tiempo libre, y hay muchos que han hecho carreras universitarias aprovechándolo. También pasan tiempo en el gimnasio, porque los reconocimientos médicos son exigentes. Si no los superan los “bajan” a una oficina.
“Nosotros somos más ruralillos”, contrapone José España, que como Carlos Alcantarilla, tiene destino en Media Distancia, y siempre duermen y comen en casa. Los que tienen peor calidad de vida son los de mercancías —“a ser maquinista se aprende con un mercancías”— no porque los convoyes sean más largos, más complicados, y las locomotoras te dejen sordo con el silbido del turbo en la nuca. Es que hay menos combinaciones para volver a casa. Con todo, también pueden hacer cerca de 500 kilómetros al día.
Lo que echan de menos los maquinistas es al compañero de cabina que tenían hasta que hace 10 años se implantó el “agente de conducción único”, excepto en trayectos muy determinados. “Hay compañeros que me conocen más que amigos íntimos. O quienes se han comido conmigo la enfermedad de mi hija [tiene una hija autista]”, recuerda Aguilar. “Yo siempre te agradeceré que el día que se me tiró un chaval delante y tú ibas de pasajero, no me dejaras salir de la cabina”, le dice Carlos Alcantarilla. “No. Sabía que ibas a tener esa imagen grabada”, responde Aguilar, que lleva tres arrollamientos de personas y ha visto otros dos más. “Yo, afortunadamente, solo uno. Hay incidentes de todo tipo. Yo el último fue que me pegué con una trinchera [un talud de tierra] que cayó en la vía”, tercia España.
Garzón —“siempre lo llamamos Garzón, ni Paco ni José”— también es de AVE y Larga Distancia, lo que siempre quiso. Desde que entró de peón a los 21 años en Paquete Express en esta misma estación, y echaba gasóleo en las máquinas, hasta que logró ser primero ayudante y después maquinista. También es de cortos esparcimientos. Vive con su madre al lado de la estación, y suele pasar el tiempo libre tomando algo con los compañeros y algún amigo, o de charla en la oficina de los jefes. Todos, maquinistas y no maquinistas, coinciden en señalar su bonhomía. En 30 años de servicio, según Ángel Rodríguez, secretario de Organización del sector ferroviario de UGT en Galicia y amigo suyo, no ha tenido expediente de ningún tipo. Siempre que se necesitaba algo, no era necesario pedir voluntarios, porque ya estaba él. “Mira, Garzón, una cosa es ser bueno y otra gilipollas”, le dijo una vez un compañero.
Quizá fue hace año y medio, en un conflicto laboral. A Garzón lo llamaron para trabajar y fue. Sus compañeros —en A Coruña los maquinistas no llegan a 50— se lo reprocharon y él contestó que Renfe se había portado bien con él, y él tenía que responder igual. Quizá vuelva a pensar en ello estos días, mientras se intenta reponer del choque emocional y poner en paz sus fantasmas en una casa rural de los alrededores de A Coruña, rodeado de sus primos y de un tío que vino desde Toledo. Uno de los que más se le enfrentaron entonces, José España, es uno de los que más lo defienden ahora: “Dicen que somos gremialistas. Lo que somos es muy compañeros”, dice, y menciona pasajeros que le dejan mensajes de ánimo escritos en los billetes.
La mejor definición de la cabeza del maquinista es la anécdota que se resisten a contar. La del compañero al que le encomendaron la víspera de Reyes una bicicleta de montaña en Miranda de Ebro para entregar en Monforte, para el hijo de un colega. El tren que tendría que tomar se averió, y también la máquina que fue a auxiliarlo. El siguiente tren llegaría a la ciudad lucense a las seis de la tarde del día 6. El compañero se ofreció a llevar una máquina de mercancías que estaba desocupada, asegurando que conocía perfectamente la ruta —sí, cuando hacía la mili—. Llegó, logró remolcar el tren, y como en las películas navideñas, la bicicleta estuvo a primera hora de la mañana en Monforte.
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