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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desimputación

La corrupción política e institucional constituye nuestro primer problema nacional

Enrique Gil Calvo

Ya tenemos un nuevo archisílabo de los cada vez más numerosos que le gusta coleccionar a Aurelio Arteta para denunciarlos: “desimputación”. Como la que han obtenido la Fiscalía General, la Abogacía del Estado y la Audiencia de Palma para la Casa del Rey. No entraré aquí a discutir los tecnicismos jurídicos de semejante veredicto performativo, porque no es mi oficio. Pero sí quiero prevenir contra los posibles daños colaterales de la dichosa desimputación.

Y entre ellos el que más me preocupa es el precedente que se ha sentado, que probablemente creará escuela. A partir de aquí es de temer que, siguiendo su mismo ejemplo, otros tribunales jurisdiccionales se sientan autorizados a desimputar a los demás imputados que se hallan en lista de espera (¡y son más de 2.175 los macroprocesos y otras causas de corrupción política y financiera que están en trámite!), afectando a autoridades públicas revestidas de comparable dignidad institucional: alcaldes, tesoreros de grandes partidos, etcétera. Y eso como posible forma de restablecer el principio de igualdad de todos los es-pañoles ante la ley: ¿Por qué no desimputarlos a todos por igual?

Sarcasmos al margen, lo cierto es que resulta sobremanera preocupante la creciente tolerancia con la corrupción que están demostrando nuestras élites políticas, económicas, civiles e institucionales. Decía Rosa Montero en una de sus últimas columnas que “otra de las consecuencias negativas de la crisis es que no solo nos empobrece económicamente sino también mentalmente, porque convierte la corrupción, la indignidad política y el dolor social en temas obsesivos, como si fueran la única realidad existente”. La entiendo, pero yo temo justamente lo contrario: que la crisis esté banalizando y normalizando la corrupción. Un ejemplo es la desimputación de marras, y otro aparentemente opuesto es el lleno absoluto que ovacionó a la Pantoja en la gala de celebración de su benigna sentencia condenatoria.

La misma acumulación de interminables procesos por corrupción está haciendo que se los vea como una competición deportiva entre nosotros y ellos: un duelo de esgrima entre el abogado Roca y el juez Castro, un combate de boxeo entre el juez Ruz y el PP (que se dice víctima de una conspiración judicial por el caso Gürtel) o una liga de fútbol entre el Gobierno y la oposición. De tal modo que si ganan los tuyos lo celebras como si Del Bosque hubiera vencido a Mourinho, y eso cualquiera que sea la imputación. No importa que se hayan cometido atentados contra el interés general (eso implica la corrupción), pues solo cuenta el enfrentamiento en un juego de poder que iguala moralmente a los contendientes. Pero no hay igualación posible, pues el héroe siempre debe ser el juez (y a veces el fiscal) que lucha del lado de la ley, siendo el villano todo imputado por indicios de haberla violado mientras no se demuestre lo contrario.

Y la normalidad con que se admiten las imputaciones de corrupción hacen olvidar la extraordinaria gravedad que supone que el partido en el poder acumule centenares de imputaciones de corrupción que afectan a su cúpula dirigente y a la presidencia del Gobierno. Lo que ha llegado a parecer una banalidad, cuando no debería ser así. Por el contrario, la corrupción política e institucional constituye nuestro primer problema nacional. Mucho peor que la crisis, que se resolverá entre 2015 y 2018 a pesar de la incompetencia del Gobierno, o que la independencia catalana, que abortará su despegue a pesar de la deslealtad del Gobierno autónomo. Pues en cambio la corrupción está tan arraigada en nuestra cultura política que no parece tener solución posible.

El presidente Rajoy sostiene que nuestro nivel de corrupción equivale al de nuestros vecinos europeos. Afirmación que demuestra su falta de información o veracidad. El índice de Transparency International de 2012 coloca a nuestro país con un aprobado (6,5 puntos), a la cola de Europa, solo por delante de Portugal (6,3) y las suspensas Italia (4,2) y Grecia (3,6), pero con gran retraso frente a las sobresalientes Dinamarca y Finlandia (9,0), Suecia (8,8), Noruega (8,5) u Holanda (8,4), y por detrás de las notables Alemania (7,9), Reino Unido (7,4) o Francia (7,1). Eso, antes de que estallara el caso Bárcenas, por lo que cabe esperar que el próximo índice rebaje a España a la altura de Italia o de Grecia. Esta es la causa de la prima de riesgo impuesta a los PIGS. Y mientras tanto el Congreso de Madrid debate reclamando un pacto inviable contra la condicionalidad de la troika, y el Parlamento de Barcelona se hace la víctima iniciando un sendero inviable hacia la independencia de Cataluña. Todo antes que asumir sus responsabilidades por las imputaciones de corrupción política.

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