Código 61: ‘pantera’ muerto
La deserción de un pandillero propició la desarticulación de los violentos Black Panthers La banda latina, instalada en Cataluña y Zaragoza, traficaba con droga y 'castigaba' a traidores
Era martes. Vicente había viajado a Barcelona para ver a su familia. Hacía tiempo que no visitaba la ciudad. Se había ido dos años antes, y de malas formas. Las cosas en la banda no le iban demasiado bien, creía que trabajaba mucho para ser uno de los jefes de los Black Panthers y que ganaba poco. Así que un viernes, el día de las reuniones semanales, se fugó con las cuotas de los miembros y la recaudación por la venta de drogas, unos 4.000 euros en total. Sabía que desde entonces estaba “en busca, en espera de mocha”, que es el cartel que los panteras cuelgan a los traidores que rompen su juramento de sangre; que querían matarle, vaya, pero ya hacía mucho y Vicente se había ido relajando. Aquel día había conocido a dos chicas y decidió ir a cenar al Tropicalísimo, un restaurante latino, como muchos otros, frecuentado por todo tipo de gente.
Pero ese martes un soldado —un miembro de base de los panteras— le vio. “Tengo la oveja negra que estás buscando”, informó por el móvil a uno de los jefes de la banda. Vicente no se dio cuenta de que lo habían localizado. Seguía en la mesa, comiendo con las dos mujeres, cuando atisbó a lo lejos las figuras que se dirigían hacia él. Palideció. Nando, el temido jefe de los Black Panthers, junto a sus dos hombres de confianza, Ezequiel y Manuel, acababa de cruzar la puerta. “¿Te vienes con nosotros o te hacemos el estropicio aquí?”, le sugirieron. “Ya salgo”, contestó, y se dirigió al camarero. En alto, le dijo: “Cóbrame, que me tengo que ir”, y luego le susurró: “Pero llama a la policía que me van a matar”. El camarero no lo hizo. “¿Una salida de emergencias?”, suplicó, pero tampoco tuvo suerte. Vicente abandonó el restaurante temiéndose lo peor.
Nando, el jefe supremo, el máxima de los panteras, y sus dos subordinados, los supremas, Ezequiel y Manuel, habían ido a buscarle en una furgoneta cargada con martillos y macetas. “¿Nos llevamos la tola?”, habían discutido un poco antes sobre si cargar la pistola, que al final no cogieron. Le esperarían fuera, le meterían en la furgoneta y se lo llevarían a un descampado. Pero al salir, Vicente vio otra furgoneta que le hizo correr más aún: la de los Mossos d’Esquadra. El joven, de menos de 30 años, se echó, casi literalmente, encima, recuerda un agente que se encontraba allí.
El encuentro no fue una casualidad. La policía catalana llevaba casi cuatro meses investigando la banda, arraigada en Cataluña y en Zaragoza. Tenían los teléfonos pinchados de todos y oyeron en directo (por suerte no dejaron las escuchas para la mañana siguiente) cómo el grupo había localizado a Vicente y se disponía a aplicarle el Código 61: el asesinato al que traiciona las normas de los Panthers. Querían “darle unas vacaciones”, recuerdan los investigadores que repetían por el móvil sin ninguna compasión.
“Habían preparado una vigilancia como las que hacemos nosotros”, recuerda el jefe de la Unidad de Bandas de la policía catalana. Con pasamontañas negros, varios panteras se habían repartido por los alrededores del Tropicalísima. Ocurrió el pasado 15 de enero. La policía fingió una identificación casual a Nando, de 37 años, y los suyos, para evitar que matasen a Vicente. La investigación no estaba suficientemente madura como para detenerles, y la venganza les había pillado por sorpresa.
Y coló. “Cuando nos vio se quedó español, el pana”, bromearon luego por teléfono Nando y los demás sobre lo blanco que se volvió su excompañero cuando se acercaron a él en el restaurante. Pero Vicente, que en realidad es un nombre ficticio, pasó a ser un testigo protegido de los Mossos d’Esquadra, que alargaron la investigación un mes más. El pasado 19 de febrero, a las cinco y media de la mañana, los agentes del GEI, el cuerpo de élite de la policía catalana, entraron en casa de Nando, que dormía en su piso del número 17 de la calle de Cedres, en Esplugues de Llobregat. No se resistió, ni supuso un peligro para los policías, que en ese momento entraban simultáneamente en 22 domicilios más. En total, 31 personas fueron detenidas; y de estas, 24 entraron en prisión. Los mossos están convencidos de que, al menos por un tiempo, han desterrado a los Black Panthers de España en una de las mayores operaciones contra pandilleros. Es una de las primeras veces que se le imputa crimen organizado a una banda latina. El juez les acusa además de traficar con drogas y armas, de amenazas graves y coacciones, de detención ilegal y de intento de homicidio.
Hace 11 años que Nando, Fernando Cuello Arias, llegó de República Dominicana con su familia a L’Hospitalet de Llobregat, una ciudad con 257.000 habitantes que linda con Barcelona. Su carisma, su bravura, le hicieron ganarse a la gente, cuentan los investigadores. En la banda se le conoce como El Nueve, que en código de los Black Panthers significa “el problema”. Con pendientes, collares y anillos dorados, y tatuajes por todo el cuerpo, Nando se dedicó a hablar con los jóvenes dominicanos que se reunían en las plazas del extrarradio de Barcelona, les convenció de la importancia de la nación —la comunidad de los Black Panthers— y les ofreció protección y lealtad a cambio del compromiso eterno de seguir en la banda y cumplir sus reglas y códigos.
Durante los primeros años se disputó el liderazgo de los panteras con otro de los fundadores. Pero logró encumbrarse después de intentar matar a un joven. Ocurrió en 2005, en una plaza en la que la banda luchaba con un grupo de marroquíes por el tráfico de drogas, hasta que decidieron “hacer bloque”, es decir, quedarse con la zona, por las malas. “Esto es territorio de Pantera, moro de mierda”, contó la víctima que le dijeron antes de asestarle cinco cuchilladas. Nando y dos de sus subordinados entraron en prisión por intento de homicidio.
Desde la cárcel, Nando siguió, presuntamente, manejando las riendas de la banda, que contaba con medio centenar de miembros. Pero decidió darle un giro. “Inculcó que el grupo dejase de hacer caídas [ir a buscar a una banda enemiga para ajustar cuentas] y de pelearse” en público, explica el jefe de la Unidad de Bandas. Dentro de esa lógica de discreción, eligieron una cueva, escondida en una montaña de Montcada i Reixach, para castigar a los panteras que no cumplían las normas. Perder el documento con los códigos de la banda, por ejemplo, suponía recibir 400 tablazos.
El tráfico de drogas se convirtió a partir de entonces en su principal actividad, según la policía. Nando está acusado de imponer un sistema de narcomenudeo de hachís y marihuana. Los supremas y él —cuando sale de prisión en 2011— recibían la droga en su casa. Ellos, a su vez, se la pasaban a los jefes de los cinco bloques de los Black Panthers: el de Barcelona, el de Badal, La Florida o Santa Eulalia (barrios de L’Hospitalet) y el de Zaragoza. Cada uno de ellos lo dirigía un estrella de bloque, que pasaba la droga a sus soldados, que la vendían en la calle, y a los guerreros, encargados de impartir la disciplina del grupo. Los viernes, los distintos bloques se reunían; cada miembro entregaba lo que había ganado con la venta de drogas y pagaba además su cuota semanal, de 20 o 30 euros. “Es un sistema tremendamente injusto, casi todo iba para los supremas y el máxima. La base no tenía para vivir”, explica un inspector de los mossos. “Tengo hambre, lo tengo que dar todo, no tengo ni para comer”, llegaron a escuchar a través de los pinchazos.
¿Te vienes con nosotros o te hacemos el estropicio aquí?”, sugirió Nando, el jefe de la pandilla, al desertor
Eran inflexibles con la recaudación. Según los mossos, si castigaban la deserción era porque dejaban de recibir la cuota semanal del socio. Y esa avaricia fue su talón de Aquiles y el punto de arranque de la investigación. En septiembre de 2012, Ezequiel —de 28 años, bajito y rechoncho, mano derecha de Nando— ordenó supuestamente a un guerrero que apuñalase en el cuello a un miembro de la nación que había dejado el grupo. Pero cuando llegó el momento, el guerrero no se atrevió y decidió abandonar la banda. Por lo que él también dejó de asistir a las reuniones, dejó de pagar su cuota semanal y dejó de vender drogas para Nando y lo suyos. Algo que no cayó en gracia. Una tarde le secuestraron, le llevaron a un descampado, le pusieron de rodillas y le amenazaron: “Tienes un compromiso de sangre, y tienes que pagar las cuotas”. No hacerlo significaba la muerte. Al verse allí, con las rodillas clavadas en el suelo, recibiendo la disciplina que él había impartido tantas veces, el guerrero supo que aquello no iba en broma. Tenía dos opciones: o se iba de Cataluña o acudía a la policía. Eligió la segunda, y les dio a los mossos el hilo del que tirar.
Durante casi medio año la policía se dedicó a vigilar y escuchar. Veía a los sospechosos salir y entrar a sus casas quincenalmente con bolsas de basuras llenas de marihuana; vender en las calles, en las plazas, en la puerta de los colegios; frecuentar pisos...
Nando, supuestamente, usó también sus contactos en prisión, donde se dedicaban a introducir droga en los encuentros vis a vis. Los enfrentamientos se limitaron a altercados y desórdenes en el barrio de La Florida, en L’Hospitalet, donde algunos panteras se vieron involucrados en batallas campales con la policía. En las entradas y registros, los mossos encontraron cinco armas cortas, munición y armas de fabricación casera. Uno de los detenidos acumulaba 300 identificaciones; otro, 180... Por los teléfonos empezaban a hablar de traficar con cocaína, falsificar permisos de conducir... Incluso a uno de los supremas le habían sorprendido traficando con heroína. Los mossos están convencidos de que desarticularon el grupo justo a tiempo. Ellos guardan silencio. Ninguno declaró ante la policía. Tampoco ante el juez.
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