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30 AÑOS DEL PRIMER GOBIERNO SOCIALISTA: LAS LEYES

La libertad condicionada

La prevalencia de la seguridad por encima de todo hizo que el ritmo en el avance en los derechos fundamentales durante el mandado socialista fuera muy inferior al socioeconómico

Manifestación en Valencia contra la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, conocida como LOAPA.
Manifestación en Valencia contra la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, conocida como LOAPA.EFE

La llegada del PSOE al poder en 1982, con el respaldo parlamentario de 202 de los 350 escaños del Congreso de los Diputados, abrió muchas expectativas políticas que se cumplieron en gran parte en materia socioeconómica, construcción de una sociedad de bienestar respaldada por el sector público, modernización de las Fuerzas Armadas —y sometimiento al Ejecutivo democrático—, apertura exterior —pivotada sobre la incorporación a la Comunidad Europea y la permanencia en la OTAN—, renovación de la función pública, reconversión industrial, reforma educativa... En cambio, el desarrollo de derechos fundamentales que los socialistas habían contribuido a introducir en el proceso constituyente no avanzó como cabía esperar, y en algunos casos retrocedió, porque el Gobierno optó por la prevalencia de la seguridad sobre las libertades.

En su discurso de investidura el 30 de noviembre de 1982, Felipe González, tras referirse a que su “horizonte como socialistas” era “profundizar constantemente en las libertades de las personas y los pueblos de España”, proclamó “la seguridad ciudadana como garantía de desarrollo de las libertades”. Pero fue más explícito en el seminario celebrado en febrero de 1985 en el monasterio de El Paular, junto a tres ministros y una treintena de periodistas. A propósito de la dialéctica libertad-seguridad, González avisó de que la crudeza de “algunas cosas” que iba a decir “pudiera disonar a algunos”. “En el Gobierno que represento”, dijo, “el más constante factor de impulso quizá sea el problema del incremento de la seguridad o de la lucha contra la inseguridad”. Y añadió: “Si tuviera que confesar claramente cuáles son mis propósitos respecto al futuro, tendría que decir también claramente que reforzar la seguridad, y de esto no quiero que haya ninguna duda”.

Cuando se le recordó a Felipe González que la Constitución da prioridad al valor de la libertad, insistió: “Creo que soy mucho más fiel con la Constitución diciendo esto”. Y tras referirse a que su obligación era “combatir los malos tratos y que cada vez sean más excepcionales”, aseguró que “se producen en todos los países del mundo”. Y defendió también que para combatir el terrorismo “es imprescindible alguna excepcionalidad en el tratamiento”.

Esta filosofía tuvo su reflejo en el Gobierno, que experimentó una confrontación entre los ministros de Justicia, Fernando Ledesma, y de Interior, José Barrionuevo, resuelta desde la cúpula del Ejecutivo en favor del segundo, y más tarde, del que le sustituyó: José Luis Corcuera. Finalmente, tras 10 años de Gobierno, se optó por una opción de dudosa eficacia: la bicefalia. Juan Alberto Belloch asumió las carteras de Justicia e Interior.

El Gobierno experimentó una confrontación entre los ministros de Justicia, Fernando Ledesma, y de Interior, Barrionuevo

El Tribunal Constitucional (TC) declaró aspectos inconstitucionales de las leyes de Extranjería, Objeción de Conciencia, Protección de la Seguridad Ciudadana (también conocida como ley Corcuera o de la patada en la puerta, por las facilidades que daba a la policía para eludir la autorización judicial en los registros) y Antiterrorista. En esta última ley —en un clima social impresionado por la creciente violencia de ETA— se introdujo la posibilidad de someter a régimen de incomunicación durante hasta 10 días a los sospechosos de terrorismo.

Durante el proceso constituyente, diputados socialistas se opusieron a los intentos centristas —como el de Jesús Sancho Rof, subsecretario de Interior— de que la Constitución avalase ampliar el plazo de detención policial. El 18 de mayo de 1978, Gregorio Peces-Barba advirtió en el Parlamento que intervenía con tristeza “como ciudadano, como abogado y como estudioso de los derechos humanos” para preguntar “¿qué se pretende hacer con el detenido?” si la policía no puede legalmente obligarle a declarar. Seis años después, el 27 de septiembre de 1984, durante el debate de la Ley Antiterrorista propuesta por el Gobierno socialista, era un diputado de Euskadiko Ezkerra, Juan María Bandrés, quien formulaba casi idéntica pregunta y la respondía seguidamente: “Esto se hace para obtener, mediante coacción, lo que no se quiere declarar voluntariamente, es decir, para ser sometido a tortura y que diga lo que se quiere que diga”. El ejercicio por el PSOE del poder ejecutivo le granjeó la ruptura con UGT, a pesar de haber hecho juntos el programa de 1982. Diez años después, Nicolás Redondo, todavía secretario general de ese sindicato, aseguró: “Ya nadie cree que este Gobierno sea socialista”. En cuanto al Parlamento, el Ejecutivo lo gubernamentalizó y le incapacitó como órgano de control político.

Y otro frente fue el de la justicia. La magistratura heredada del franquismo no se adaptaba a la democracia y el TC tuvo que imponerle la aplicación de la Constitución, mientras el Gobierno adelantaba la edad de jubilación. Se suprimieron las tasas judiciales, medida que contribuyó a erradicar la corrupción en los juzgados, las llamadas astillas. El órgano constitucional de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), mayoritariamente conservador, llevó al Gobierno socialista a reformar la ley para vincular la designación de los 20 vocales al Parlamento, en aras de una necesaria democratización, que terminó en un reparto de cuotas parlamentarias y el CGPJ en una sucursal de los grandes partidos. Montesquieu había fallecido.

Tampoco renunció el Gobierno socialista a patrimonializar el Ministerio Fiscal, promotor, según la Constitución, de “la acción de la justicia, en defensa (…) del interés público”. En diciembre de 1983, ante los fiscales jefes de toda España, reunidos en El Escorial (Madrid), el primer ministro de Justicia socialista, Fernando Ledesma, reivindicó para el Gobierno el monopolio de la interpretación de ese interés público y social.

Lo describía en 1992 Javier Pradera: “Los Gobiernos también pueden sentirse tentados a creer que las credenciales democráticas nacidas de un amplio respaldo popular les autorizan a invadir las áreas del poder legislativo y del poder judicial y a orillar los límites que el imperio de la ley pone al principio representativo; Felipe González ha rozado en ocasiones las fronteras de ese campo minado, movido por su convicción de que el poder ejecutivo desempeña la primogenitura dentro del sistema político y debe imponer su liderazgo a magistrados y parlamentarios”.

Una tarea de profundización de la democracia a la que pronto se dedicó el poder socialista fue la culminación del Estado de las autonomías. Antes de su triunfo en las urnas, el PSOE pactó con UCD la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), que impugnaron los nacionalistas vascos y catalanes. En agosto de 1983, el TC declaró inconstitucionales 14 de sus 38 artículos y suprimió su carácter de ley orgánica y su función armonizadora. A partir de octubre de 1983, la Ley del Proceso Autonómico comenzó a aplicarse por el ministro de Administración Territorial, Tomás de la Quadra-Salcedo, y su equipo, que, a diferencia de los nacionalismos identitarios, tuvo como modelo el proceso autonómico de Andalucía. Así, el desarrollo autonómico contribuyó a aproximar el poder a los ciudadanos y a potenciar —como ya había planteado Felipe González en su discurso de investidura— “la democracia y la solidaridad justamente en las estructuras de base donde el contacto entre los hombres es más directo, donde se viven los problemas concretos y donde los ciudadanos pueden sentir más cálidamente el orgullo de la solidaridad y los frutos de la participación”.

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