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Tribuna
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Artur-determinación

El ventajismo soberanista supone que si ganan, ganan, pero si pierden, quedan igual

“Separatismo, señores, significa, y es, revolución. Y ni yo ni ustedes, me parece, encontraríamos en Euskadi a un Maceo, un Gómez, un Rizal (...)”, advirtió a sus correligionarios nacionalistas vascos Eduardo de Landeta, persona muy representativa del sector de la burguesía bilbaína adherido al PNV en las primeras décadas del siglo XX. Se lo dijo, evocando a los héroes de la independencia americana y filipina, en una conferencia celebrada en Bilbao en 1923, poco después de la ruptura entre autonomistas e independentistas de su partido.

En el último mitin de la campaña catalana, el candidato de CiU estableció una continuidad entre su empeño y el de los “héroes de la resistencia” de 1714 y auguró que “dentro de algunas décadas a nosotros nos tienen que ver como los constructores de la libertad de Cataluña”. En un anuncio electoral publicado ese mismo día se apelaba a quienes suelen votar a otros partidos para que esta vez lo hicieran “en clave de país”, es decir, a favor de una “mayoría amplia de Artur Mas”, que es quien “habrá de liderar el proceso hacia el Estado propio”. Su resultado será, decía el anuncio, lo que “mirarán la prensa internacional y los Gobiernos” europeos.

Esa excesiva personalización de la campaña se ha vuelto contra Mas. La prensa internacional ha hablado de su “fracaso”, pese a la amplia mayoría nacionalista y potencialmente soberanista salida de las urnas. Y ello porque la pérdida de 12 escaños significa que no solo no ha atraído votantes de otras banderías, sino que ha sido desautorizado desde la suya. Eso no puede dejar de afectar a su autoridad para encabezar algo tan traumático como la separación de España. No obstante lo cual, mantiene su proyecto de convocar un referéndum de autodeterminación en esta legislatura.

Artur Mas y muchos otros, incluidos algunos no nacionalistas, dan por supuesto que hacerlo es un derecho indiscutible. Derecho de autodeterminación: suena bien, transmite una sensación de importancia. Sobre todo si se enuncia como “derecho a decidir”. ¿Quién puede estar en contra de que los habitantes de un territorio decidan sobre su futuro? Sin embargo, no es algo tan evidente como parece.

En los sistemas descentralizados, federales o autonómicos, la reclamación del derecho a separarse es incompatible con la lógica de esos sistemas. Y cuando se trata de un modelo abierto, como el constitucional español, puede favorecer dinámicas perversas. Por ejemplo, cuando, tras décadas de reclamar y obtener más competencias, se utiliza el poder alcanzado con ellas para reclamar la secesión. Dinámica perversa porque rompe los equilibrios en que se fundamenta el modelo autonómico. Da argumentos para congelar de hecho el despliegue autonómico y somete al Estado a tensiones desestabilizadoras.

Quienes reclaman la autodeterminación juegan con ventaja: si ganan el referéndum, habrán colmado sus aspiraciones; y si no, nada pierden: vuelven a la situación anterior de autogobierno, reforzado por el precedente creado. Para que fuera un procedimiento equilibrado entre las opciones planteadas tendría que implicar el riesgo de perder el nivel de autonomía alcanzado en caso de no prosperar la propuesta. Algo obviamente imposible en la práctica, por lo que la única alternativa es que exista un compromiso de lealtad que implique la renuncia (expresa o tácita) a plantear la autodeterminación. De ahí la incoherencia de fórmulas como la de un “federalismo con derecho a decidir”, que significa estar a la vez a favor y en contra de la autonomía.

El nacionalismo catalán respetó ese compromiso tácito durante 23 años, con Jordi Pujol al frente. Pero ahora es él mismo quien lo cuestiona con el argumento de que, a la vista de la intransigencia española, la independencia es necesaria para que Cataluña “no desaparezca”, como dijo hace unas semanas en la Cadena SER. Resulta chocante considerar que la supervivencia de la identidad catalana está en peligro precisamente cuando dispone de un autogobierno y unas potencialidades culturales mayores que nunca; pero esa retórica tremendista actual de Pujol avala el tono exaltado de algunos juristas y periodistas catalanes, que han acabado interiorizando el estilo inflado que antes atribuían a la política y la prensa madrileñas.

La independencia no es una competencia más a negociar, sino una ruptura extrema que afecta personalmente a muchas familias de las dos partes que se dividen. Por eso, la autodeterminación no es un derecho unilateral que el Estado deba reconocer, excepto en situaciones coloniales. Y si la independencia “significa revolución”, como decía el vasco Landeta, considerar que existe un derecho irrenunciable a la separación unilateral equivale a suponer que las constituciones tengan que incluir el derecho a hacer la revolución.

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