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Tribuna
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El drama de las infraestructuras en España

España es el país del péndulo. Pasamos del ensalzamiento más exagerado al cuestionamiento más irracional en un abrir y cerrar de ojos. Es lo que ha ocurrido entre algunos formadores de opinión respecto a las inversiones en infraestructuras logísticas. Hasta hace bien poco se invitaba a los españoles a hacer bandera de nuestros ferrocarriles, autopistas, puertos y aeropuertos. Ahora sin embargo, quien se atreve a solicitar una inversión en este campo, por razonable que resulte, se arriesga a ser tachado como despilfarrador irresponsable.

La crisis económica ha sido la justificación esgrimida por el Gobierno y el Grupo Popular del Congreso, este día 14 de noviembre, jornada de huelga, para perpetrar el recorte más drástico producido nunca sobre la inversión pública del Estado español: cerca de un 37% de rebaja entre 2011 y 2013. Pero la crisis es, precisamente, el motivo más relevante para reclamar el mantenimiento de unos niveles eficientes de inversión pública para el mantenimiento y la mejora de nuestras infraestructuras.

El Libro Blanco de los Transportes aprobado por la Comisión Europea en plena crisis (2011) considera “fundamental” el impacto positivo de las inversiones logísticas para el crecimiento y el empleo. De hecho, la propia Ministra Pastor ha contabilizado la consecución de hasta 35 empleos directos por cada millón de euros de gasto público en este capítulo. Los expertos demuestran, además, un retorno fiscal cercano al 60%. Es decir, de cada 100 euros invertidos, el Estado recupera 60 solo en impuestos y cotizaciones. Y desde el Fondo Monetario Internacional hasta la patronal española interpretan los esfuerzos de cualificación en materia de infraestructuras como una inyección directa sobre el valor añadido de productos y servicios, porque hace tiempo que la logística superó al capítulo de personal en la estructura de costes de las empresas globalizadas.

Según Eurostat, durante los últimos 30 años España ha aumentado su competitividad a razón de un 33% de media por década, y el Foro Económico de Davos ha responsabilizado de este logro a “la clara mejoría en el campo de las infraestructuras” (Informe 2011). Nueve de cada diez turistas que alimentan la primera industria nacional acuden a través de nuestros aeropuertos ampliados y el otro llegará este año a bordo de un crucero, para desembarcar en nuestros puertos remozados. Las encuestas reflejan la ventaja competitiva que supone la calidad manifiesta de nuestras infraestructuras respecto a otros destinos. Cameron y Merkel lamentan hoy el problema de sus instalaciones aeroportuarias obsoletas. Los españoles, no. Y cabe recordar a los “enemigos del hormigón” con argumentos ecologistas que el 50% de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera proceden de los transportes y las residencias, por lo que cualquier mejora en su funcionamiento eficiente supone una ventaja clara en la lucha contra el cambio climático. Por ejemplo, sustituyendo camiones por trenes en el traslado de mercancías.

En los años 70, la capacidad de nuestras infraestructuras estaba al 45% de la media europea (Eurostat). Hoy estamos a la cabeza del continente en funcionalidad logística, y cuatro empresas españolas de gestión de infraestructuras ocupan los cuatro primeros puestos del ranking mundial por cifra de negocio. Cualquier operador público o privado que en estos momentos esté pensando en acometer una gran obra o poner en marcha un gran sistema de transportes acabará pensando en España, y acabará contratando muy probablemente a una empresa española. Como ya ocurre en la alta velocidad ferroviaria de Arabia, en las presas chinas, en las autopistas californianas o en el mismísimo Canal de Panamá.

Cualquier país del mundo presumiría de estos logros. Sin embargo, en estos momentos el debate social en España solo alude a las infraestructuras para subrayar el dispendio de recursos públicos que ha supuesto el aeropuerto de Castellón o las autopistas radiales de Madrid. Es como si Finlandia renegara de su industria telefónica porque fracasó en el desarrollo del sistema operativo MeeGo, o como si Estados Unidos despreciara para siempre a sus creativos en las redes sociales por el batacazo de Facebook en la bolsa neoyorkina.

Desde luego que hay que racionalizar el gasto público hasta el último euro, máxime en un contexto de ajuste fiscal como el que sufrimos. Claro que hay que revisar prioridades inversoras, y que la atención a las necesidades sociales ha de anteponerse sobre todo lo demás. Incluso en el objetivo de ganar competitividad es preciso atender líneas de inversión alternativas a la mejora del capital físico, muy primado hasta ahora. Importa mucho invertir en el capital tecnológico y, sobre todo, en la formación del capital humano. Y hemos de desterrar para siempre la planificación de obras a golpe de populismo, electoralismo o falso agravio comparativo. Pero todo esto no obsta para que España mantenga unos niveles razonables de inversión en infraestructuras logísticas y de transporte, sin que se desplomen las partidas destinadas a tal menester, y sin que se estigmatice a quien aún hoy habla de gastar dinero público en mejorar la conexión de los puertos por ferrocarril, por ejemplo.

Unos presupuestos poco coherentes

Los presupuestos inversores que ha presentado el Gobierno del PP para 2013 son una máquina de picar empresas, empleos y competitividad en la economía española. No se salva ningún capítulo, de la construcción a la conservación, de los aeropuertos a las carreteras. Cerca de un 37% de rebaja respecto al presupuesto ya rebajado de 2011. La patronal de la construcción (Seopan) anuncia que en los nueve primeros meses de este año 2012 la licitación de obra pública ha caído nada menos que un 59% respecto al mismo periodo del año anterior. Dice el Gobierno que son unos presupuestos “coherentes” con el objetivo prioritario de reducir el déficit público. Pero no son coherentes con el objetivo ciudadano de hacer todo lo posible por superar la crisis, reactivar la economía y crear puestos de trabajo. A medio plazo será contraproducente incluso con el propósito del ajuste fiscal, porque la contracción de la economía reducirá los ingresos y aumentará la deuda colectiva.

El presupuesto de infraestructuras de 2013 desmiente también al non nato PITVI (Plan de Infraestructuras, Transporte y Vivienda) de la ministra de Fomento. Preveía inversiones por valor superior a los 250.000 millones de euros en 12 años, hasta 2024. Pero al rimo inversor del ejercicio 2013 (8.200 millones), el PITVI tardará más de 30 años en hacerse realidad. Por contravenir, contraviene hasta el acuerdo con el que Rajoy salvó la última Conferencia de Presidentes, que establecía medidas para “mejorar la competitividad”. La competitividad se mejora con inversiones eficientes en las redes transeuropeas, en la intermodalidad, en la conectividad de cada nodo logístico y en la conservación inteligente de todo lo construido. Y nadie ofrece un duro ya por el cumplimiento de los plazos comprometidos para la finalización de los grandes corredores y de la extensión de las cercanías ferroviarias.

Para cubrir flancos, el Gobierno alude a una inversión privada complementaria que alcanzaría hasta el 36% del total. Nadie sabe de dónde se obtiene este porcentaje feliz, y nadie conoce a los reyes magos que vendrán cargados de millones para regar el presupuesto mustio de la ministra. Se ha prometido una ley de financiación de infraestructuras. Bienvenida sea. Hace falta, para homogeneizar procedimientos y establecer garantías de transparencia y de preeminencia del interés general. Pero la ley no es el bálsamo de Fierabrás, y nos tememos que la lluvia de millones solo es otra quimera más.

De la liberalización a la privatización de los transportes

En materia de gestión de transportes, todas las medidas se acomodan al objetivo explícito de “liberalizar”, que en boca de los políticos liberales suele querer decir “privatizar”. Pero liberalizar no es bueno ni malo por definición. Depende de qué se liberalice, cuánto, cómo y cuándo. Y al PP le falla sobre todo el cuándo, porque quisieran que el cuándo fuera ahora, y ahora no hay condiciones en los mercados para liberalizar ni para privatizar. Por lo tanto, las grandes preguntas no se responden, y las pocas respuestas que se atisban apuntan a una privatización total, de entrada para RENFE y para AENA. Ya se intentó este camino en Reino Unido, por ejemplo. Y están de vuelta, porque el negocio a ultranza suele estar reñido con el mantenimiento eficiente de las infraestructuras más estratégicas para una sociedad. Nosotros vamos allí de donde ellos vuelven.

AENA es el primer operador aeroportuario del mundo por viajeros transportados, y su configuración en red le aporta una capacidad de planificación estratégica envidiada por todos los competidores. Pero el Gobierno está descapitalizando AENA para venderla mejor. Expulsa a 1.500 trabajadores, cuando su personal cualificado es su primer activo. Eleva las tasas más de un 35% en dos años, perdiendo clientes y competitividad. Restringe horarios y actividad en las instalaciones menos rentables, para acabar de hundirlas y para acabar por cerrarlas. Y rebaja casi un 40% la inversión para mantenimiento y mejoras. Los malos frutos de esta estrategia ya se están recogiendo en forma de disminución de operaciones y de pasajeros en este año 2012 (9% y 4,2% respectivamente hasta el mes de octubre). Y claro, Easy Jet se va de España e Iberia anuncia EREs lamentables.

RENFE será arrojado a un mercado abierto de transporte de viajeros en el proceso más acelerado e inconsciente de la historia mundial de los ferrocarriles. Antes del próximo verano, la operadora ferroviaria española deberá transformar sus estructuras y funcionamiento para competir con las mejores empresas del mundo. Italia tardó una década en preparar a su empresa nacional. Los españoles hemos invertido miles de millones de euros en unas infraestructuras ferroviarias punteras, en alta velocidad por ejemplo, para que las empresas públicas de Francia y de Alemania, muy probablemente, acaben explotando las líneas más rentables con pingües ganancias que se embolsarán los tesoros respectivos. El resto son preguntas sin contestar: ¿Tendremos un operador español tras la liberalización? ¿Será público? ¿Acabará desapareciendo RENFE? ¿Qué pasará con sus servicios públicos? ¿Quién financiará las cercanías siempre deficitarias, por ejemplo? ¿Y los trabajadores?

Tampoco sabemos cuándo llegará al Congreso la “urgente” Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres, que el anterior Gobierno dejó redactada y acordada con el sector. Ni sabemos cómo piensan cerrar el truculento culebrón de las autopistas de peaje al borde de la quiebra. El parcheado de las cuentas de compensación que socializan pérdidas ya no es viable, pero las “soluciones definitivas” que se lanzan a modo de globo sonda dan aún más miedo. Un día piensan en recuperar la entidad nacional de autopistas, para salvar a las empresas privadas de sus negocios ruinosos con dinero público. Y al día siguiente amenazan con peajes en todas las carreteras estatales para tapar el agujero. No cabe mayor despiste.

En conclusión. La sociedad española necesita de una inversión eficiente y suficiente para seguir mejorando sus infraestructuras. Para lograrlo cabría llegar a un gran acuerdo “por un transporte competitivo en España”, priorizando aquellos objetivos que coadyuven más eficazmente a superar la crisis, ganando competitividad y creando empleos. Necesitamos una ley que atraiga inversión privada con reglas claras y transparentes. Y deberíamos reclamar todos juntos a las instituciones comunitarias que las inversiones asociadas a las redes europeas de transporte no contabilicen como déficit público, que se lancen cuanto antes los llamados “bonos-proyecto” para obras de interés transnacional, y que el Banco Europeo de Inversiones disponga de recursos suficientes para financiar mejoras logísticas relevantes.

Ya va siendo hora de parar el péndulo y apostar por la logística digital.

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