Cuando más tienen, peor están
La reforma de 2009 dio a las comunidades más capacidad de recaudar, pero la recesión se impone
“El gasto de los ministerios es inferior al 4% del PIB. Les doy la cifra para que saquen sus conclusiones”. El titular de Hacienda, Cristóbal Montoro, pretendía rebatir así el pasado sábado la idea de que el proyecto de Presupuestos de la Administración central para 2013 no era lo suficientemente austero. Pero la proclama de Montoro da pie a otra lectura, que pone de relevancia el protagonismo de las comunidades autónomas: el gasto de todos los ministerios, menos de 40.000 millones, es también inferior a la suma del presupuesto autonómico de Andalucía y Cataluña, los dos territorios más poblados.
En tres décadas, las comunidades han pasado a gestionar más de un tercio del gasto público, a dar empleo al 60% de los trabajadores del Estado, a asumir el 90% de los recursos destinados a educación o sanidad. La paradoja es que cuanto más competencias tienen, y más capacidad recaudatoria, peor están.
Sus enormes dificultades para reducir el déficit, la prioridad económica absoluta, les pasa factura. Entre 2010 y 2011 no contribuyeron en nada a rebajar el desfase presupuestario acumulado por el conjunto de las Administraciones, que llegó al 11,2% del PIB en 2009. Durante dos ejercicios, el saldo negativo de las comunidades se ancló en el 3%. El calendario electoral (los comicios de mayo de 2011) impuso su ley y el gasto no echó el freno.
En el último año y medio, los Gobiernos autónomos no han dejado de recortar, se aplican con la tijera presupuestaria: cuando el Ejecutivo de Mariano Rajoy remite a Bruselas sus planes de ajuste, destaca cuánto ahorrarán las comunidades en personal, cuántas empresas públicas cerrarán. Pero el ajuste autonómico choca en varias piedras: el gasto público en sanidad y educación —competencias intensivas en personal que suman cerca del 60% del presupuesto autonómico—, solo puede contenerse, salvo radical privatización del Estado de bienestar, vía que ya explora alguna comunidad. O salvo reducción de derechos, regulados por la norma estatal. En el lado de los ingresos, muerde la recesión y, sobre todo, las condiciones para financiarse: a la Administración central, los mercados le hacen pagar cara la deuda; a las comunidades, les dan con la puerta en las narices.
La paradoja autonómica llega a su cénit en 2009, año cero de la crisis económica. Entonces se aprueba —con la abstención del PP— la última reforma del sistema de financiación, que como siempre está guiada por las reivindicaciones de Cataluña, y como siempre, se da por definitiva. Esta vez había más argumentos para defender que era un cambio notable, que podía llegar a colmar las aspiraciones autonómicas, centradas en pedir más recursos (para financiar sanidad y educación por el aumento de población) y más capacidad fiscal.
En la reforma de 2009 se amplió en 11.000 millones la dotación del sistema, se dio a las comunidades capacidad para modificar el IRPF y se puso límites a la aportación de las comunidades más ricas. “Solo harán falta actualizaciones, puestas al día”, dijo entonces Antoni Castells, consejero de Economía de la Generalitat catalana, cuyos socios (incluido el independentista ERC) dieron un visto bueno entusiasta a la operación.
Pero apenas se notó. El sistema pasó a depender más de los impuestos cuando la recaudación se iba a pique. Los ingresos adicionales quedaron contrarrestados por la obligación de devolver al Gobierno hasta 25.000 millones por el exceso de recursos recibidos en 2008 y 2009. La capacidad fiscal ganada sirve de poco cuando el Gobierno central ocupa todo el espacio (el Ejecutivo del PP subió los tipos máximos del IRPF al 52%). O cuando la ley ampara que, en su primer año de aplicación, los cambios normativos para subir impuestos (como el IVA) solo benefician a la Administración central. Las comunidades tampoco han tenido voz ni voto en la asignación del margen de déficit permitido por Bruselas para este año. Y los ingresos por impuestos propios relacionados con la actividad inmobiliaria se han desplomado.
El resultado es que la Administración autonómica lidia con el gasto más difícil de reducir cuando los ingresos están en precario. También, que la deuda pública no para de crecer. Que su ventanilla de crédito natural —el sistema de cajas de ahorros— se ha volatilizado. Que, cuando más capacidad teórica de recaudar fondos tiene, más depende de la liquidez de la Administración central, y más obligada está a seguir sus directrices. “Cataluña no tiene otro banco que el Gobierno de España”, admitió en verano el consejero de Economía catalán, Andreu Mas-Colell. Para el poder autonómico, la factura de la crisis va más allá de lo que dicen las cuentas públicas.
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