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Tribuna
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El derecho a la defensa

Se están santificando las reglas de un juego repugnante: el de la utilización de los principios del Estado de derecho para blindar hasta el infinito la cobertura legal de la delincuencia organizada

El derecho a la defensa debe ser sagrado en una democracia. Es la garantía de que todas las personas deben poder defender sus derechos ante la imputación de un delito. Pero la democracia requiere que los derechos, incluso los más sagrados, no se sitúen al margen de la justicia, ni de la igualdad, ni de la propia democracia.

La ley debe ser igual para todos. Si no fuese así, perdería su legitimidad. Volveríamos a un mundo, a una sociedad en la que quien tiene recursos sortearía todos los obstáculos que la vida le ponga delante y actuaría con la impunidad que le da saberse poderoso. La condición social de los imputados no debería condicionar el ejercicio de sus derechos. Pero no es así. Quien no tiene medios no puede ejercitar ese derecho en las mismas condiciones que quien los tiene. Aunque existe el derecho a la justicia gratuita, la falta de medios hace que se desarrolle con enormes limitaciones. Y más en estos tiempos. Algunos abogados del turno de oficio tardan meses o años en cobrar los exiguos emolumentos que la Administración les proporciona por desarrollar su tarea. No pueden dedicar mucho tiempo a estudiar los sumarios de las personas a las que defienden, o a ir a visitarles a prisiones que están a muchos kilómetros de las ciudades, porque tienen que ganarse la vida y dedicar tiempo a causas por las que cobren al final de cada mes. Los abogados del turno de oficio son personas admirables en su mayoría, tienen un alto sentido de la justicia, pero en ocasiones se sienten maltratados por ello.

Por otro lado, las personas extranjeras, que no conocen nuestras leyes ni -a veces- nuestro idioma están terriblemente limitadas para ejercer sus derechos. Necesitarían de una mayor atención justamente por ello. Pero la tienen mucho menor. De la mano de estas limitaciones, hemos visto incrementarse los juicios de conformidad, en los que muchas personas aceptan condenas algo menos abultadas de la petición inicial por miedo a no poder costear la demostración de su inocencia. Antes no soportábamos la idea de que un inocente estuviese en la cárcel. Nos parecía mucho más difícil de asimilar que el hecho de que diez culpables estuviesen en libertad, Ahora no soportamos que alguien aparentemente culpable no esté en la cárcel, sin preocuparnos de las garantías que deben proteger su presunción de inocencia.

Las cárceles están habitadas mayoritariamente por personas pobres. Es verdad que la pobreza y la marginalidad son caldo de cultivo de conductas antisociales, pero el porcentaje de maldad humana que hay en nuestras sociedades no se corresponde con las que pagan por ello.

Nada mueve más al desconsuelo de quienes queremos creer en la justicia real, además de creer en la Justicia con mayúsculas, que ver cómo los poderosos manipulan los recursos que el Estado de derecho pone al servicio de todos, haciéndolos servir a sus intereses. No hay nada que produzca más desolación que ver cómo se condena a un juez, en nombre de los sagrados principios de la justicia, en un proceso tan condicionado por los intereses.

Un Estado implacable con los débiles y débil con los poderosos pervierte el sentido de la justicia, del derecho y de las leyes

Intereses corporativos, en primer lugar. Es inaceptable que se defienda a gente que tiene comportamientos inaceptables solo porque forman parte de un colectivo respetable. La mayoría de los abogados, como la mayoría de los jueces y de los policías, incluyendo a sus máximos responsables, saben que bajo la respetable toga de algunos abogados, se esconden intereses no respetables. Hace mucho tiempo que todos los operadores policiales y jurídicos saben que serían imposibles la mayor parte de las operaciones de saqueo de dinero público, de fraudes a la hacienda pública, de fuga de capitales a paraísos fiscales, de ocultación de bienes a través de testaferros, de blanqueo de capitales, de corrupción de responsables públicos… si no formase parte de esas redes un entramado técnico-legal que les da cobertura, que obtiene suculentos beneficios de ellas, y que –en ocasiones- acaba situándose en la cúspide de las mismas. Y que se jacta de su influencia en todos los niveles de la justicia.

Cualquiera que se mueva en este mundo sabe de esto. Sabe que también existe corrupción en algunos aledaños de instituciones que deberían ser intocables. Muy minoritaria, pero muy efectiva. Algunos listados de personas implicadas en estas prácticas son conocidos por mucha gente en las más altas instancias. En las instancias que tienen la responsabilidad de investigarlo en serio. Que tienen la responsabilidad de atajarlo. Pero esta es una materia que se ha convertido en intocable. Nadie se atreve a dejar a algunos reyes desnudos. Muchos por un temor reverencial a entrar en determinados ámbitos. Otros porque dudan de ser respaldados en ese empeño. Hay demasiados intereses en juego y demasiado poderosos. También existe el miedo. El miedo físico, incluso.

Hay quien piensa que con el juicio y la sentencia sobre las escuchas de la Gurtel se está castigando a un juez singular, egocéntrico, ambicioso, poco cuidadoso con los procedimientos… Yo no lo creo. Se están santificando las reglas de un juego repugnante: el de la utilización de los principios del Estado de derecho para blindar hasta el infinito la cobertura legal de la delincuencia organizada de altos vuelos.

Cuando un imputado recibe en prisión la visita diaria de una corte de abogados de minutas millonarias, la mayor parte de los cuales no están personados en ninguna de sus causas, sin limitación de tiempo, sin control de sus actividades reales, hay quien quiere pensar que está asesorándose para su mejor defensa. Algunos no lo creen y deciden investigar. No hay mucha gente que se atreva a hacerlo. Casi nadie. A partir de hoy, mucho menos.

Un Estado implacable con los débiles y débil con los poderosos pervierte el sentido de la justicia, del derecho y de las leyes. Alguien debería pensar sobre esto.

Mercedes Gallizo Llamas (ex secretaria general y ex directora general de Instituciones Penitenciarias cuando se produjeron las escuchas)

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