¿Y si se cambiara el sistema electoral?
La democracia interna, el debate y el proyecto tendrían que venir antes de la elección del líder
El año 1979 fue clave para el asentamiento en España de un proyecto encarnado por el PSOE. Los socialistas españoles iniciaron el 1 de marzo su 28º Congreso Federal. Felipe González ocupaba, desde el Congreso de Suresnes, la Secretaría General del PSOE. Se habían celebrado las primeras elecciones generales en 1977 y el PSOE obtuvo un buen resultado, 118 escaños que fue superado en las del 1979 con 121. Los resultados consolidaban a los socialistas como la primera fuerza parlamentaria de izquierdas, pero los dejaba muy lejos de la mayoría necesaria para formar Gobierno en España. El 28º Congreso se celebró precedido de un gran debate sobre la conveniencia de que se aprobara una resolución en la que el partido quedaba definido ideológicamente como marxista. Entonces, la dirección del PSOE se elegía al final del Congreso, por coherencia y por sentido común. El clima de tensión y enfrentamiento político-ideológico entre los dos sectores nacidos antes del XXVIII Congreso ordinario (mayo de 1979), se había recrudecido a lo largo de los meses de transición entre congresos. Cuando la comisión correspondiente anunció que había aprobado el mantenimiento del marxismo para su declaración de principios, Felipe González pidió la palabra y pronunció un célebre discurso donde proclamó que él era socialista antes que marxista y que en consecuencia, renunciaba a presentar su candidatura a la Secretaría General. “Busquen ustedes a un marxista para liderar el partido”, vino a decir a los delegados.
El resultado ya se sabe: no hubo ningún candidato —no porque no hubiera marxistas en el PSOE, sino porque los que había no se atrevieron a asumir esa responsabilidad— y se decidió la creación de una comisión gestora encargada de convocar otro congreso en el que salir de la contradicción. Los socialistas, en el congreso extraordinario, acertaron al articular un partido moderno, de mayorías, de progreso, y desprovisto de las adherencias arcaicas que se habían incrustado en sus principios como consecuencia de los años de clandestinidad. El resultado de esa apuesta se vio en las elecciones de 1982 y en las siguientes hasta 1996.
Ese fue su acierto, que no fue completo porque se cometió el error de articular el partido alrededor de un hiperliderazgo, encarnado en la figura de Felipe González y extendido a los territorios autonómicos, centrado en los presidentes autonómicos socialistas. La fortaleza de ese liderazgo no estaba reñida con el debate interno —y muchas veces externo— que caracterizó esa etapa de lo que hoy se conoce como la de la vieja guardia. Felipe González se rodeó de un equipo orgánico e institucional tan poderoso que, lejos de rehuir la confrontación, la provocaba, hasta el punto de que las reuniones de la Comisión Ejecutiva Federal y de los Comités Federales se convertían en lugares de debates intensos donde cada cual defendía sus posiciones. Se daba la circunstancia de que, cuanto más éxito cosechaba el PSOE en las sucesivas confrontaciones electorales, más fuerte y poderoso era el liderazgo del secretario general y más debate en el interior y en los aledaños del PSOE.
Cuando se perdieron las elecciones de 1996, el PSOE se vio desposeído del Gobierno de España y de muchos Ayuntamientos y Comunidades Autónomas que ya habían caído en 1995, como consecuencia del desgaste socialista y, seguramente, porque los socialistas se habían cansado de gobernar. Fuera como fuese, lo cierto es que el PSOE debió iniciar una etapa nueva repensando su programa, su estrategia y su sistema electoral, siendo que lo único que modificó fue la forma de elegir a su secretario general, no corrigiendo el error de 1979, sino aumentándolo hasta límites no conocidos en la historia del partido. Joaquín Almunia, con su afán de legitimarse en la dirección socialista, convocó un sistema de elecciones primarias para la elección del candidato a presidente del Gobierno, a semejanza de lo que empezó a hacerse en Francia, que derivó, posteriormente, en la elección, por primarias, del secretario general del PSOE; fue el momento en que José Luis Rodríguez Zapatero resultó elegido frente a las candidaturas de José Bono, Matilde Fernández y Rosa Díez. Fue la primera vez en que un Congreso Federal del PSOE comenzó eligiendo a su máximo dirigente y, a continuación, se discutieron las propuestas programáticas.
Aparentemente, ese método de elección resulta más democrático que el empleado con anterioridad, cuando eran solo los cabezas de delegación los que emitían su voto en nombre y representación de todos los componentes de la delegación; pero siempre se ha dicho que lo mejor es enemigo de lo bueno. Si ese procedimiento se hubiera utilizado en 1979, en el congreso extraordinario, y Felipe González hubiera resultado elegido secretario general, la comisión política no hubiera podido discutir y votar con libertad una resolución en la que el PSOE quedara definido ideológicamente como marxista. Si el sector encabezado por Felipe González y Alfonso Guerra, que fundaba su disposición al abandono del término marxista en la necesidad de adecuar al máximo el funcionamiento político del partido en relación con su electorado, hubiera triunfado en la votación de la candidatura a la Secretaría General, hubiera estado claro que el congreso no hubiera podido votar a favor de resoluciones políticas y programáticas que fueran en contra de las posiciones del nuevo secretario general.
Con el sistema de primarias, y una vez elegido el máximo dirigente, el congreso, como instrumento para la elaboración de una nueva resolución política, sobra. Bastaría que se le preguntara al electo sobre sus preferencias ideológicas y programáticas, escribirlas negro sobre blanco, cantar La Internacional y acabar la fiesta. Daría igual, como ya ha ocurrido en estos últimos 10 años, que el partido considere progresista subir impuestos, porque si el secretario general elegido por las bases, considera que lo progresista es bajarlos, todo el congreso giraría en esa dirección.
Tal vez no sea más democrático volver por los fueros de siempre, pero sí se garantizaría más democracia interna, más debate y contraste de pareceres si la dirección del PSOE es el resultado de un debate congresual y precongresual, donde se articulen mayorías y minorías y donde las mayorías que se formen, nucleadas alrededor de la dirección federal, sean la consecuencia de un debate intenso en el que los aspirantes a la Secretaría General sean las cabezas visibles de propuestas que, confrontadas, posibiliten que los militantes se alineen con quien mejor las represente y con quien más emocione.
De esa forma, quien gane el debate, ganará la Secretaría General, contando con que habrá una minoría que, aceptando democráticamente el resultado congresual, mantendrá sus posiciones en el seno del PSOE, y que habrá una mayoría que, alineada con la nueva dirección, deberá ser consultada y convencida cuando esa dirección considere necesario dar un giro en el programa e ideario que les llevó a dirigir el PSOE desde unas posiciones que no se pueden cambiar sin el permiso de los máximos órganos de dirección del partido.
Concluyendo: la elección por primarias para la Secretaría General, desarma al PSOE frente a los militantes, genera un hiperliderazgo débil y cosecha silencios en sus estructuras. Ganar con un proyecto compartido genera un liderazgo fuerte, arma, cohesiona y robustece las estructuras, dando la palabra a un partido que, por progresista, debe serlo no solo por sus principios, sino por avanzar al ritmo que lo haga la sociedad. Francia no es un buen ejemplo para estos menesteres. El presidente de la República tiene casi todos los poderes. El PSOE no necesita ese tipo de liderazgo, salvo que quiera quedarse sin partido y España sin alternativa socialdemócrata.
Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue presidente de la Junta de Extremadura.
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