La Corona
La pertenencia, e incluso la cercanía, al círculo de la Corona es ya una plataforma de poder que nunca debiera ser utilizada
La oleada de informaciones sobre el caso Nóos y la foto de don Juan Carlos recibiendo a Amaiur, me han traído a la memoria un episodio menor, sucedido hace un cuarto de siglo. En julio de 1988, la noche anterior a la jura del nuevo Gobierno socialista, un amigo del Rey en su etapa de universitario organizó en su casa una cena para que conociese a algunas personalidades de la izquierda. Participaron en la cena Nicolás Sartorius, Emilio Lledó, Diego López Garrido y Antonio Gutiérrez, entre otros. Conservo un par de fotos del evento. La velada fue muy interesante y se prolongó hasta más allá de la media noche. El hecho es que hubo una filtración, quizá del restaurante, y Tiempo le dedicó un reportaje. Lo curioso es que lo destacado en el mismo no era que el Rey cenase en privado con líderes entonces de PCE y CC OO, sino que lo hiciera con un oscuro profesor, de nombre Antonio Elorza, quien entre datos verídicos, era descrito como el hombre de Herri Batasuna en Madrid, hasta el punto de haber presentado en un mitin a Txema Montero, su candidato en las europeas del 86. Era el blanco de tan absurda calumnia, pero quien quedaba de veras mal era el Rey, por aceptar la compañía de un valedor de los criminales políticos que meses antes hicieron volar Hipercor. Había elementos para descubrir al responsable, entre las tres esquinas del entorno de las personas reales, la Facultad y el semanario; nada se hizo.
Pensé entonces, y sigo pensando ahora, que, a pesar de, y tal vez a causa de esa ley no escrita que en la prensa filtra las informaciones sensibles sobre la Corona, se abría un espacio que en circunstancias puntuales puede generar un efecto bumerán, incrementando la vulnerabilidad de la familia real, so capa de protección. En particular, como ha ocurrido con Nóos, parece claro que los Reyes no han sabido entender bien cuales eran los límites de esa protección. Los noviazgos de don Felipe fueron ya ocasión de comprobar la inseguridad, que se extendió a las pequeñas cosas. Resultaba, por ejemplo, extraño que no percibieran el mal efecto de que en sus regatas mallorquinas, los barcos de la familia real corrieran a cargo de empresas —recuerdo el Azur de Puig de una infanta—, de modo que se convertían en reclamos comerciales. Con buen juicio, el Rey desaconsejó toda iniciativa empresarial a su hija Elena, pero los insistentes rumores sobre los grandes negocios de su yerno Iñaki fueron desatendidos. Y la confusión llegó hasta el reciente viaje de la Reina a Washington con ¡Hola! al fondo en plena tormenta, explicable desde una concepción patrimonial familiar de la institución. Nuevo error ante la opinión pública.
Más allá de los tiquismiquis de una legislación a aplicar, que en su caso puede ser cambiada, lo que cuenta es aplicar estrictamente la vieja doctrina de los dos cuerpos del Rey, el cuerpo físico y el cuerpo institucional, de manera que bajo ningún concepto las actuaciones privadas de los monarcas y de la familia real incidan negativamente sobre los valores simbólicos que justifican la existencia de la monarquía. Y aun cuando el Instituto Nóos y sus actividades económicas fueran del todo legales, algo improbable, solo el hecho de un descomunal enriquecimiento de los duques de Palma, de lo cual hay signos externos evidentes, califica ya al o a los protagonistas del episodio.
La pertenencia, e incluso la cercanía, al círculo de la Corona es ya una plataforma de poder que nunca debiera ser utilizada. Por eso, de ser infringida esta regla, no son de aplicación las pautas que lo serían en el ámbito de la ciudadanía, fiándolo todo al resultado de un procedimiento judicial. Es el valor simbólico de la Corona lo que acaba siendo dañado indefectiblemente y es ese segundo cuerpo del Rey quien debe quedar a salvo de la erosión en curso. Para ello no cabe otra salida razonable que la autoexclusión voluntaria de los duques de Palma, ya que el amor impide otra solución, abandonando la pertenencia a un ámbito institucional que ante la opinión democrática contaminan hoy por hoy con su presencia. Resulta penoso escuchar al príncipe Felipe decir que su fundación será “honesta y transparente”, por culpa de otros.
No son buenos tiempos para las fundaciones. El mejor ejemplo, la Fundación Ideas que acaba de caer bajo la férula de Zapatero, el teórico de que las ideologías son ideas lógicas, y por eso no deben ser seguidas. De nuevo penoso.
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