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Tribuna
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La Constitución se merece una reforma

Al cumplirse el 33º aniversario de la aprobación, en referéndum, de la Constitución de 1978, conviene señalar que la plasmación que entonces se hizo de las reglas del juego democrático, se merece una reforma. El transcurso del tiempo y la necesidad política de que las nuevas generaciones se impliquen en la Ley Fundamental que aprobaron sus padres o sus abuelos favorece esa reforma, para reparar anacronismos, subsanar omisiones, configurar instituciones, modificar preceptos hoy innecesarios o insuficientes. La Constitución portuguesa de 1976, aprobada tras la revolución de los claveles, lleva ya siete reformas.

Cierto es que, tras los resultados electorales del 20-N, que han incrementado abrumadoramente el poder político de la derecha, no sería procedente revisar el núcleo esencial de la Constitución, porque resultaría contraproducente con la voluntad, expresada en su Preámbulo, de “establecer una sociedad democrática avanzada”. Dicho más claramente: una reforma a fondo de la Constitución, realizada ahora y liderada por el PP —heredero de la Alianza Popular de Manuel Fraga, afortunadamente minoritaria en el proceso constituyente—, significaría un retroceso.

Sea cual sea la habilidad de Rajoy para combatir la crisis —ya se verá—, lo que no puede confiarse a un PP pletórico de poder es una revisión de puntos esenciales de la Constitución, que posiblemente apoyarían minorías de signo ideológico similar. Así, un artículo como el 27, sobre el derecho a la educación y a la libertad de enseñanza, que fue elaborado con una arquitectura muy laboriosa, representativa del consenso global, no debe ser reformado. De hacerlo, desequilibraría el acuerdo constitucional. Tampoco debería acometerse una reforma sugerida por el PP: la supresión de la disposición transitoria 4ª sobre la posible anexión de Navarra a Euskadi. Removería viejas querellas sobre una cuestión bien resuelta, porque depende de la voluntad de los navarros.

Pero la preservación del equilibrio ideológico logrado hace 33 años no es óbice para que aquel éxito político, que ha permitido la más extensa etapa de vida democrática de España, exija —con el término utilizado en estas páginas por Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona— “renovar” la Constitución en una serie de puntos obsoletos o necesitados de desarrollo o actualización, siempre que no se altere ni destruya el consenso político básico alcanzado. El Gobierno de Zapatero propuso algunas de esas reformas, que después abandonó.

Por lo general, la reforma constitucional ha estado ausente de la reciente campaña electoral, como muestra del escaso aprecio de nuestros políticos por dar vitalidad y actualizar la Ley Fundamental, en flagrante contraste con la velocidad que Zapatero y Rajoy imprimieron a la reforma exprés del artículo 135, para impedir que las Administraciones públicas incurran en déficits estructurales, más allá de lo permitido por la Unión Europea (UE). Tal modificación instrumental, para tratar de atajar la crisis económica, ha servido, por cierto, para abordar una de las reformas pendientes: constitucionalizar la UE. Por encima de esa coyuntural mención de la UE, la Constitución tiene pendiente implicar a España en Europa con un peso y un protagonismo suficiente.

Más reformas. En lugar preferente, la programada en el artículo 69, cuando dice: “El Senado es la Cámara de representación territorial”. Procede desarrollar ese precepto y aprovechar esa institución parlamentaria para racionalizar el modelo autonómico del Estado mediante una estructura de perfil federal, el abandono de la circunscripción electoral provincial, la revitalización del papel de las comunidades “y la solidaridad entre todas ellas” (artículo 2). La opción de suprimir la Cámara alta, de la que empieza a hablarse, permitiría recortar el gasto público, pero conllevaría calificar a los políticos con un suspenso en esa asignatura constitucional pendiente.

Habría que modificar el capítulo tercero del Título VIII, dedicado a las comunidades autónomas, que se iniciaría con la enumeración de las 17 comunidades autónomas constituidas. La plena abolición por ley de la pena de muerte debe llevar a suprimir la coletilla del artículo 15, que condiciona tal abolición a “lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”. La preferencia del varón sobre la mujer para la sucesión en la Corona, que figura en el artículo 57, debe suprimirse, sea cual sea el criterio de La Zarzuela sobre esta reforma, del mismo modo que debe introducirse transparencia en la distribución de la “cantidad global” que recibe el Rey de los Presupuestos del Estado “para el sostenimiento de su familia y de su Casa”, que, según el artículo 65, el Monarca “distribuye libremente”.

En cuanto a la participación política directa de los ciudadanos, reconocida en el artículo 23, transcurridas más de tres décadas desde que el artículo 87.3 estableció límites muy severos, hora es ya de que la democracia representativa abra la puerta a la democracia popular, como piden razonablemente los indignados del 15-M (véase mi artículo Autocrítica y democracia, en EL PAÍS, 5-11-2011). El Consejo de Estado, a cuyo frente figura Francisco Rubio Llorente, un experto conocedor de los entresijos de la Constitución, es el asesor adecuado para estas y otras reformas, convenientes para un texto que se ha quedado desfasado en algunos puntos a sus 33 años.

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