20-N: entre el vértigo y la esperanza
La regeneración de nuestra democracia es inaplazable dado el desprestigio de la Política
El ilusionante espíritu de consenso político y concordia cívica que alumbró la Transición en 1977 y transformó nuestro país en una de las principales economías del mundo parece haberse perdido, mientras hoy prevalecen sentimientos como la melancolía, el pesimismo y la indignación envueltos en el desencanto.
La melancolía asoma entre quienes hicieron posible aquel milagro español, que contemplan sorprendidos la incapacidad de alcanzar un consenso político y social pese los gravísimos problemas que tenemos, y no comprenden por qué se ha abandonado la fecunda actitud de entendimiento de la Transición.
El pesimismo campea entre quienes han olvidado la perspectiva histórica de nuestro reciente origen y los admirables logros alcanzados en este tiempo. La Transición española, en efecto, asombró al mundo entero y el esfuerzo de modernización fue considerado entre nuestros vecinos europeos como el vigoroso ejemplo de un pueblo en marcha frente a sus propias sociedades, que atravesaban un periodo de estancamiento o decadencia. Los pesimistas solo perciben la magnitud de los problemas que actualmente padecemos sin vislumbrar ningún horizonte de esperanza.
Es hora de afrontar la cuestión peor resuelta de la Transición: la vertebración territorial del Estado
La indignación merece un comentario más amplio aunque no sea el objeto de este artículo. Quienes la sienten se han convertido en un colectivo que orgullosamente reivindica su condición de indignados. A quienes vivimos la Transición nos recuerda aquel estribillo de Jarcha que se cantó en las primeras elecciones: “libertad sin ira, libertad”. El camino de la Transición respondía ciertamente a un espíritu muy distinto al de los indignados. La indignación, la ira, la cólera, son reacciones emocionales, a veces justificadas, incluso necesarias, pero con ellas no se construye nada. Se puede estar indignado, pero no serlo. En todo caso, aquel movimiento inicial que despertó muchísimas simpatías se ha convertido en una confusa amalgama de pacifistas utópicos y violentos antisistema, a los que se suman, desde su desesperanza, verdaderas víctimas de la situación y otros ciudadanos que quieren exteriorizar su descontento. Uno de los lemas que presidía las fachadas de los inmuebles de Sol afirmaba: “La urna es nuestra celda”. Y no se puede simpatizar con este eslogan antidemocrático. Pero sería un gravísimo error no considerar seriamente las causas legítimas que subyacen en el origen de estas protestas, así como querer ganarse las simpatías políticas de los indignados con meros gestos de complicidad retórica o dejar de aplicarles las leyes del Estado de derecho.
En todo caso, con melancolía, pesimismo e indignación no podremos resolver los inmensos retos y problemas que nos amenazan en esta hora, y de ahí que convenga mirar un instante hacia atrás para recordar cómo cristalizó aquel impulso cívico que en 1977 permitió escribir las mejores páginas de nuestra historia contemporánea.
La regeneración de nuestra democracia es inaplazable dado el desprestigio de la Política
El cimiento sobre el que se asentó el cambio de la Transición fue indiscutiblemente el consenso político, esto es, la voluntad de pacto asumida desde un inteligente y generoso espíritu liberal que reconoce la parte de verdad que tiene el otro en su condición de adversario y no de enemigo. Transcurrido el momento constituyente fue natural que la práctica del consenso declinase y prevaleciera el juego de una alternancia no pactada, aunque sin que se llegase a olvidar que en una democracia siempre hay un momento en el que el pacto político se hace conveniente, si no imprescindible. Pero con el cambio generacional que personificaron José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, el consenso pasó de ser una virtud democrática a una práctica desechada, de constituir un gesto de fortaleza moral a una muestra de debilidad ideológica, siendo reemplazado por un sucedáneo de pactos oportunistas para superar determinados trances parlamentarios. Así hasta llegar a la situación actual en la que del espíritu de la Transición, como en el epitafio de Portocarrero, solo queda polvo, ceniza y nada. Pero la coyuntura es de tal gravedad que tras las elecciones del 20-N resulta imperativo recuperar el consenso, como si de una segunda Transición se tratase, si no queremos correr el riesgo de que nuestro sistema político, nuestra convivencia cívica y nuestro bienestar económico embarranquen peligrosamente. La entidad de lo que está en juego demanda unos gobernantes y una oposición que sean capaces de recorrer el próximo tramo de nuestra historia con la altura de los grandes estadistas. Recordemos, muy brevemente, algunas de las cuestiones que definen la naturaleza de esta hora.
En primer lugar, hay que abordar la gravísima crisis económica que padecemos, y que es un reflejo de la profunda crisis internacional que afecta fundamentalmente a Europa y a Estados Unidos. En un sistema globalizado la riqueza se reparte más entre los distintos países, y la competencia se acrecienta. Las sociedades más ricas, como la nuestra, tienen que asumir que parte de su riqueza inevitablemente irá a parar a otras economías emergentes, y que para minimizar los efectos de esta redistribución solo cabe mejorar nuestra productividad, ser más innovadores y, por supuesto, contar con una buena gobernanza o gestión de gobierno. Como bien apunta Kauffmann, esto último representa, en términos económicos, un verdadero valor añadido. Y aquí cabe hacer tanto como no se ha hecho recientemente. El reto es la cuadratura del círculo: hay que cortar gastos e inversiones para reequilibrar las cuentas públicas y privadas, y, al tiempo, salir de la recesión o el estancamiento para que el crecimiento permita disminuir las intolerables cifras de nuestro paro. Pero se puede lograr.
Otra cuestión inaplazable es la de la regeneración de nuestra democracia. El desprestigio de la política y sobre todo de los políticos, venía haciéndose patente en todas las encuestas, sin que los interesados se dieran por aludidos. Hoy los españoles consideran que la clase política constituye su tercer problema, cuando la democracia requiere una clase política prestigiosa por creíble, honrada y eficaz. Es escandaloso que los partidos no se apliquen las normas éticas que exigen a sus adversarios, y también lo es que una clase política que ha sustituido el consenso por la confrontación y descalificación del adversario, solo haya consensuado de manera generalizada un crecimiento urbanístico incontrolado y corrupto que ha destrozado paisajes y ciudades.
También es urgente reemprender la modernización de nuestra sociedad, por ejemplo, reformando en profundidad la Educación, la Sanidad Pública y la Justicia. Mientras estos tres pilares de la sociedad se iban hundiendo día a día, la tarea modernizadora del Gobierno se fijaba en cuestiones no irrelevantes, pero sí secundarias.
Finalmente, parece que ha llegado el momento de afrontar la cuestión peor resuelta de la Transición. Me refiero a la vertebración territorial del Estado. Se estableció un proceso de descentralización abierto, que 35 años después amenaza la integridad del Estado y su buen funcionamiento. Un modelo federal puede, y quizás debe contemplarse. En todo caso se precisa un acuerdo general que implique una definición estable de la estructura territorial del Estado y una racionalidad administrativa, recuperando un sentido de lealtad institucional entre todas las partes que lo conforman. En definitiva, se hace necesario un cambio constitucional como los aprobados recientemente en Alemania y Canadá, que, aun siendo muy distintos, pueden servirnos de referencia.
Es inimaginable abordar todo lo anterior sin un consenso previo entre los principales partidos, no buscando una mayoría aritmética de diputados sino una mayoría que legitime las soluciones políticas que deben adoptarse, como resulta igualmente inimaginable que el definitivo final del terrorismo vasco, que conlleve su desarme, pueda alcanzarse sin esa misma mayoría legitimadora, por muy cercano que ahora se nos presente.
El peso de esta ingente tarea reconstituyente de nuestra democracia va a recaer principalmente en la generación que sigue a la que hizo posible la Transición. Contarán con el apoyo y la experiencia de los anteriores, y deberán también sumar la ilusión y la fuerza de los más jóvenes. Los españoles demostraron ya que son capaces de empeñar sangre, sudor, trabajo y lágrimas para hacer posible un proyecto consensuado, política y socialmente, de libertad y progreso solidario. Y si son debidamente convocados volverán a hacerlo en esta hora de vértigo y esperanza, sobre ese profundo deseo de cambio que recorre nuestra sociedad, para salir de la crisis económica, regenerar la vida política y reformar la Administración del Estado.
Gregorio Marañón Bertrán de Lis es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
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