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Tribuna
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Los montes de Fornela aguardan la visita del dragón

Los incendios de otoño nunca son fuegos de poca monta, si no de mucho monte y mucho daño

Oigo en la radio noticias inquietantes sobre los montes de mi tierra, el valle de Fornela, tal vez la expresión más salvaje de la naturaleza ibérica, en un punto en el que a su vez confluyen los entornos montañosos del Occidente asturiano y el macizo de los Ancares para configurar uno de los espacios naturales más amplios de Europa.

Esta mañana arden los Ancares por varios puntos, y a espaldas de Fornela arden los montes asturianos de Cangas del Narcea, en el corazón del parque de Muniellos y la reserva de Degaña, por lo que Fornela, hablando en propiedad, está entre dos fuegos. Otoños como éste son de mal recuerdo en estos lares, pues en los años de la seca (periodo de larga sequía, según la RAE), el fuego suele venir de Asturias y provoca auténticas catástrofes al calcinar miles de hectáreas. Los incendios de otoño nunca son fuegos de poca monta, si no de mucho monte y mucho daño, porque cada vez que alcanzan a los bosques, la naturaleza retrocede siglos.

La última ocasión en que esto sucedió fue en septiembre de 2009 cuando, en circunstancias climatológicas similares a las de este otoño, ardieron miles de hectáreas de Peranzanes, Cariseda, Faro y Anllarinos, y a punto estuvo de saltar el fuego a la reserva de los Ancares, en una semana de destrucción imparable, pese al despliegue de medios empleado para sofocarlo. Bien es cierto que esa vez el fuego no vino de Asturias, sino que fue provocado por una mano malnacida y peor intencionada.

Los incendios de otoño nunca son fuegos de poca monta

Vengo de estar tres días recorriendo esos montes hoy amenazados, y me resultó tan inquietante el estado en que los vi, que regresé a Madrid con la decisión de hacer denuncia pública de ello, no para acusar a nadie sino para dar la alarma: es tal la dejadez y la ausencia de una política medioambiental adecuada a las peculiaridades de esa tierra que, cuando llega la seca, -y tardará un año más o un año menos, pero siempre llega- todo el noroeste se convierte en un polvorín, siempre a punto de la catástrofe. Encumbrado en el perfil de la cordillera Cantábrica que divide las aguas de León y Asturias, entre Peranzanes y Degaña, percibí el viernes último ese peligro de que éste es el año, uno o dos por década, en que podemos recibir la visita del dragón.

La única política eficaz de gestión de montes que haya existido nunca allí, es la que se practicaba desde la Edad Media hasta la segunda mitad del pasado siglo: los habitantes de estos pueblos en sus actividades de pastoreo y agrícolas, y en el aprovisionamiento de leña, -teniendo la raíz del brezo, o zepo, como principal combustible doméstico,- limpiaban los montes y contenían a una naturaleza expansiva como la que allí se da por la alta frecuencia de lluvias.

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Tras la emigración masiva de los años sesenta, el abandono de los cultivos y del pastoreo, y la absurda prohibición de cortar leña, impuesta a los pocos vecinos que allí quedan, la naturaleza crece a su capricho, sin control y, por supuesto, sin prevención alguna, exponiendo a espacios inmensos de bosques y monte bajo a arder de un solo golpe si una mano desaprensiva o descuidada, o un rayo seco los alcanza.

La única política eficaz de gestión de montes que haya existido nunca allí, es la que se practicaba desde la Edad Media hasta la segunda mitad del pasado siglo

La única política eficaz de contención del fuego de que hoy se dispone son las lluvias que Dios suele mandar en los meses de septiembre, pero en los años en los que el Diablo toma el mando de las estaciones, solo queda rezar a San Lorenzo, patrón de Peranzanes, para que nos salve de la parrilla en que él ardió.

Lo saben perfectamente las escasas fuerzas apagafuegos que destina la Junta a estos menesteres: cuando la chispa se enciende no hay nada que hacer, salvo evitar que ardan los pueblos. En estas ocasiones, tampoco parece preocuparles mucho que arda el monte bajo, y siendo así, se hace difícil de entender por qué no hay una gestión del monte bajo que proteja a los valiosísimos robledales de esos incendios que hoy son su única amenaza, al estar prohibida, y bien prohibida, la tala de los bosques. Esos robledales que a su vez albergan en sus tripas a los acebos y a los tejos y a otras especies arbóreas que son el habitat del oso, del urogallo y del lobo, por solo citar a tres especies únicas y residuales en Europa, y que hablan a las claras de la singularidad de los montes de que hablamos.

Amigos de la Junta, de la Xunta de Galicia o del Gobierno del Principado, si se quiere contener el fuego hay que pactar con él, si se quiere proteger el bosque hay que contener el monte bajo. Es absolutamente suicida, para la preservación de los bosques y su fomento, dejar que el brezo, la retama y la carqueixa se eleven dos veces por encima de lo que mide un hombre, mientras por debajo crece la hierba que un día se tornará en gasolina.

Si se quiere contener el fuego hay que pactar con él, si se quiere proteger el bosque hay que contener el monte bajo

No hace falta reinventar la penicilina: los escasos habitantes que hoy contemplan asustados estos parajes apunto de implosionar, se pasman de que a nadie se le ocurra contener el monte bajo como siempre se hizo, es decir, con las quemas controladas de invierno, cuando es perfectamente posible acotar un área a limpiar, con la certeza de que la nieve de las cumbres, la humedad de las umbrías y la ausencia de hoja en los robles y otras especies de hoja caduca, impiden que el fuego alcance el bosque, toda vez que los helechos, altamente propagadores del fuego dentro de los robledales y hayedos, en esa época están en descomposición. Esas manchas desprovistas de leña y de maleza serán el mejor cortafuegos para evitar que ardan de cabo a rabo los términos de cinco pueblos si se da la desgracia de un fuego de verano o de otoño, que suelo ser más destructivo y que, tarde o temprano, siempre llega.

La receta está, por lo tanto, inventada: no hay mejor antídoto contra los fuegos de verano que los fuegos de invierno, salvo que se hiciera un despliegue de medios, destinados a la limpieza y fomento del bosque, que España no puede hoy permitirse, si es que alguna vez tuvo la tentación de hacerlo. Y no hay que asustarse: el brezo que arde en primavera reverdece en otoño y en menos de un año vuelve a tapizar el terreno, evitando el gran desastre de los arrastres masivos de suelo que provocan los grandes incendios, al dejar pelados los montes desde la cumbre a la base. Hace dos años los ríos de Fornela bajaron teñidos de ceniza durante meses como consecuencia del último gran incendio, matando las pocas truchas que quedaban en unos ríos, también ellos, ahogados de maleza, en los que no entra un rayo de sol desde que nacen hasta que desembocan en el Sil.

Si queremos que Ancares y Fornela sean de verdad una Reserva de la Biosfera, como así han sido declarados, hagamos un pacto con el fuego, porque de lo contrario corren el peligro de quedarse en una menos rimbombante pero cierta Reserva de Grandes Incendios. Un último apunte, estos territorios que nos ocupan protagonizan un drama ecológico desde hace un lustro del que todo el mundo habla pero nadie cuenta: la epidemia de los corzos, que los está llevando al borde de la extinción. Pero esa es otra historia.

Daniel Gavela es periodista.

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