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Tribuna
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Entre el fatalismo y el vértigo

No hay euforia en la derecha. No puede haberla después de tomar posesión de sus nuevas plazas conquistadas

Fernando Vallespín

Es una precampaña extraña; tan extraña que casi no nos hemos percatado de que ya estamos en ella. Quizá porque el pistoletazo de salida se produjo con la misma elección de Rubalcaba como candidato socialista; o porque le falta el ingrediente básico de toda contienda electoral, su chispa, la tensión que genera la indeterminación del resultado. El espíritu del momento dentro de la izquierda es el fatalismo. Pocos dudan de la victoria del PP y casi nadie se atreve a elevar su voz en contra de la terapia homeopática de recortes del gasto. Porque todos saben, sabemos, que la dosis irá en aumento. No en vano, quien nos la prescribió fue este mismo Gobierno, y esto lo percibe hasta el más común de los ciudadanos. Decir que se será más cuidadoso con los recortes y más atento con los desfavorecidos es una forma de reconocer la estrechez del campo de juego. Parafraseando a Borges, lo que une a los líderes de izquierda con sus votantes no es la esperanza, sino el espanto.

Por su parte, el espíritu del momento dentro de la derecha es el vértigo. No hay euforia. No puede haberla después de tomar posesión de sus nuevas plazas conquistadas en el espacio local y autonómico y ver que se han convertido en políticos manostijeras. Y ese será el destino también para quien alcance el poder en el Estado central. El paradigma de este tipo de político es la pobre Cospedal, que en contra de su voluntad, como es obvio, ha devenido en la típica política que solo puede dar malas noticias y poner un gesto adusto cuando comparece en público, látigo en mano. Justo lo contrario de lo que prescriben los manuales de marketing político: “Todo en positivo, nada en negativo”. Y de poco sirve que puedan imputar la culpa a la Administración anterior.

Toda esta generación de políticos sobre la que ha caído la gestión de la crisis había sido socializada para crear expectativas, hacer promesas, ofrecer el lado más soleado de la realidad. Se navegaba con buen viento y las arcas llenas. Y si no lo estaban, y esa ha sido nuestra tragedia, se pedía prestado lo necesario para hacer campus universitarios, instalaciones deportivas, aeropuertos... lo que fuera con tal de atraerse el favor ciudadano. Ahora ya lo único que pueden ofrecer es que serán gestores honestos y eficaces; la moral pública y la buena administración como el horizonte máximo de las expectativas. Aquí también ha habido un importante recorte. Y ha aparecido un nuevo tipo de político que promete dar mucho que hablar, el político a la defensiva, el gerente de los males mayores, el heraldo de las desgracias y los sacrificios. Una nueva especie, en efecto. El vértigo de la derecha, sin embargo, no viene solo de eso, de obtener una victoria en el momento más inconveniente. Su problema potencial, sobre todo si gana las elecciones con una amplia mayoría, es la soledad. ¿Habrá algún otro grupo político dispuesto a compartir el mensaje de sangre, sudor y lágrimas? CiU podría serlo, porque ya lo está experimentando en su propia carne en el Gobierno de Cataluña, pero el precio a pagar a cambio de su apoyo sería inaceptable después de sus pronunciamientos sobre el autogobierno catalán. Algo similar podemos decir del PNV. Y, si la mayoría es tan amplia como se prevé, el PSOE estará más atento a gestionar su propia crisis interna y las luchas de poder que aflorarán enseguida, que en brindar a su clásico adversario el placer de una apuesta en común por sacar el país adelante.

La gran disyuntiva que tiene que resolver el PP —siempre en el caso de mayoría absoluta, claro está— es cómo va a interpretar el mandato electoral. Si lo entenderá como un mensaje para tener las manos libres y favorecer la gobernabilidad, para poder aplicar el “ordeno y mando”; o, por el contrario, si será sensible a la situación de excepción en que vivimos, seguramente la peor desde la Transición. A estas alturas todos los grupos políticos deben de saber que no salimos de esta sin un amplio consenso social al que poder incorporar a todos —o a buena parte, al menos— de los actores sociales y políticos. El coste del disenso puede ser la fractura social y/o el choque de trenes con las nacionalidades históricas. Así visto, la gobernabilidad pasa por atender a nuestro inevitable pluralismo, y por repartir las cargas de modo equitativo. Lo que ahora necesitamos es un liderazgo con capacidad para adicionar fuerzas, no un liderazgo solipsista. De vértigo, sí.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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