El capital de Engels
El comportamiento ilícito se da en la política en proporción parecida al resto de profesiones
El Congreso y el Senado colgaron en la red el pasado jueves el patrimonio de sus miembros, prosiguiendo así el programa de transparencia iniciado en marzo de 2011 con la difusión de sus retribuciones ordinarias como parlamentarios. Los datos suscitaron tal oleada de curiosidad morbosa que los sitios de ambas Cámaras recibieron el primer día más de 130.000 visitas y quedaron temporalmente bloqueados. El análisis de esa oferta informativa —en sí misma elogiable— no resulta fácil ni se presta a comparaciones precisas, dada la confusión entre el carácter bruto y neto de los ingresos, la ausencia de valoración monetaria de los inmuebles y las oscilaciones en los mercados de los fondos de pensiones y las inversiones.
La actitud de recelo hacia los políticos tuvo en sus orígenes un sesgo ideológico conservador dirigido contra la falta de coherencia entre las ideas que predicaban y los comportamientos que mantenían los críticos del orden establecido. El austero Pablo Iglesias soportó la calumniosa leyenda según la cual viajaba habitualmente en coche-cama con un abrigo de pieles sobre los hombros pero que al llegar a su destino se bajaba del tren vestido de pordiosero por un vagón de tercera para ser recibido por sus camaradas. Y los trabajadores de la fábrica textil Erman&Engels de Manchester no podían ni siquiera sospechar que uno de sus patronos, Friedrich Engels, invertía parte de su plusvalía en financiar la vida de estudio de Karl Marx para escribir El Capital, tal y como cuenta Tristam Hunt en la estupenda biografía —El gentleman comunista (Anagrama, 2010)— del generoso revolucionario alemán. Todavía hoy subsisten restos de esa mirada desconfiada sobre la izquierda; el portavoz de IU en el Congreso, Gaspar Llamazares, propietario de un piso y de 300.000 euros según la lista del Congreso, niega que sea necesario “vivir debajo de un puente” para ser de izquierdas.
Impulsada por el populismo y los medios de comunicación amarillistas, la sospecha abarca ya al conjunto de la clase política sin distinción de clase social, ideología y filiación partidista. La presunción de inocencia, garantía procesal con que la Constitución protege a los imputados ante los tribunales cualquiera que sea su condición, se transforma para los políticos en presunción de culpabilidad, traducida en sentencia social infamante ante el más mínimo indicio de irregularidad.
Por cálculo de probabilidades parece razonable suponer, sin embargo, que los comportamientos delictivos, las chorizadas vergonzosas y los enriquecimientos ilícitos se dan dentro de la clase política en una proporción parecida al resto de las actividades profesionales. Las prácticas corruptas de algunos socialistas durante los años noventa hicieron patente que las proclamaciones ideológicas de los miembros de un partido —cien años de honradez— no garantizan su castidad pecuniaria. Tan solo cabe recordar que la falta de control judicial, la ausencia de libertad de prensa y las medidas represivas de un régimen autoritario —como fue el franquismo en España— multiplican las oportunidades de corrupción política, sometidas a vigilancia, en cambio, por el Estado de derecho.
El funcionamiento del sistema democrático no avala, por lo demás, la idea de que una institución tan sometida al escrutinio público como el Parlamento sea escenario privilegiado de las connivencias entre el poder político y el dinero sucio. La consolidación del Estado de partidos tras la Segunda Guerra Mundial ha desplazado el centro real de la toma de decisiones desde el debate con luz y taquígrafos en las Cámaras hasta las decisiones adoptadas a puerta cerrada dentro de las cúpulas de las grandes formaciones políticas y sus grupos parlamentarios.
No es de extrañar, así pues, que las principales sorpresas ofrecidas por las informaciones del Congreso y el Senado sobre la situación económica de sus miembros no se refieran a las propiedades de los parlamentarios, sino a las retribuciones complementarias asignadas a la flor y nata de los dirigentes de los partidos —especialmente el PP— con cargo a la tesorería de las formaciones políticas, a su vez sufragadas por los presupuestos generales del Estado. Gracias a las declaraciones de los propios interesados, sabemos que el presidente, Mariano Rajoy, y la secretaria general de los populares, María Dolores de Cospedal, reciben en concepto de dietas, desplazamientos y gastos de representación de su partido cerca de 100.000 euros netos anuales, con independencia de las retribuciones parlamentarias que les corresponden; Ana Mato, Esteban González Pons, Javier Arenas, Jorge Moragas, Federico Trillo y Cristóbal Montoro perciben entre 85.000 y 40.000 euros netos en esa pedrea. Esa fugaz mirada a través del ojo de la cerradura de la tesorería del PP permite entender por qué el apetito de dinero público de los partidos es insaciable y grandes también las tentaciones de incrementarlo mediante trapacerías irregulares.
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