Alianza de ultraliberales y ultracasposos
Tienen ánimo de revancha y buscan retrotraernos a la España de charanga y pandereta
¡Cuánta dificultad entraña tomar la decisión justa y oportuna ante las complejas disyuntivas económicas! ¿Habrá acertado Jean-Claude Trichet en subir del 1,25% al 1,50% el precio del dinero? ¿Hizo bien Rodrigo Rato en rebajar hasta 3,75 euros la acción de Bankia, e incluso salir a Bolsa para que todos, oh, maravilla, seamos, por fin, banqueros? ¿Y Yorgos Papandreu en sumar 23.000 millones más a los miles y miles de millones que ya ha recortado?
Así que José K. se debate en un piélago de dudas. Dada la actual situación de miseria a la que nos vemos abocados, ¿qué repercusiones tendrá el desembolso del coste del café, y además cortado, en mi establecimiento habitual? ¿Será mejor que ponga en marcha la cafetera italiana de aluminio en mi cocinilla de gas butano? ¿Pero, y si no hago el gasto, el dueño del establecimiento tendrá que despedir al camarero, a quien llevo al ominoso paro? ¿Incluso haré bien no haciendo nada, petrificado en la inacción, marmolizado en posición sedente, quieto, estático, paralizado? Apagaré la luz y prescindiré del ventilador. Y dada la provecta edad, el consumo de oxígeno será mínimo. Haré cualquier cosa, se dice a sí mismo José K., para que no se enfade la prima de riesgo o se acalore el diferencial, palabras de ese plattdüütch que hablan los fundamentalistas de los mercados, tan fanáticos como los menonitas, pero infinitamente más peligrosos.
¿Y pensar? ¿Se puede pensar o acaso también consume demasiada energía? José K., mientras no esté a pleno rendimiento la distópica policía contra la cavilación, no puede dejar de dar vueltas, atemorizado, primero, despavorido, después, y finalmente aterrorizado, al futuro que nos aguarda. Es más. ¿Hay futuro?
¿Ese negro panorama en el que nos obligan los neoliberales a zambullirnos, que abre sus negras alas como los cuervos, tan similares a las capas de los vampiros, para darnos el abrazo mortal, esa materia viscosa que nos engulle, que nos deglute, es eso el futuro? ¿Dejamos de asesinarnos con golpes de costillares para morir, miles y miles de siglos después, a manos de unos cantamañanas mortíferos de Wall Street, de Bruselas, de la calle, sea cual sea, dónde viven y urden los mercados, que vuelven a creer en la superioridad del más poderoso, del fuerte sobre el débil, del rico sobre el pobre, del aprovechado sobre el solidario?
¿Los mercados, hemos dicho? No, no, sus responsables no son esa entelequia anónima y delicuescente. Tienen nombres y apellidos, algunos tienen los ojos verdes y espaldas de gimnasta, y otros padecen de juanetes o de halitosis. Se llaman Peter, o Paul, o incluso Mary, y están sentados en consejos de administración que se reúnen en lujosísimas salas de Londres o Ginebra. Y también en Madrid. Por ejemplo. Son sinvergüenzas que esconden los miles de millones que escaldan a los ciudadanos en paraísos fiscales. Son usureros, gánsteres sin escrúpulos que además se ríen de nosotros. Secundados por políticos de cuarta fila e ideólogos sucios por comprados o despreciables por imbéciles, están a punto de acabar con Europa y el Estado de bienestar. Como si Alemania no hubiera llegado a ser lo que es porque la han gobernado 20 años, 20, los socialdemócratas Willy Brandt, Helmut Schmidt y Gerhard Schröder. O el socialista François Mitterrand —15 años— hubiera sido ajeno al bienestar francés y Felipe González —14 años— al español. Esa cosa horrible, dicen ahora, sobre la que han edificado sus descomunales riquezas, sus brillantes carreras en los Parlamentos, o las pomposas universidades que les han dado, pagadas por ustedes y por José K., los títulos de los que, engreídos, tanto se pavonean.
La mantilla y la peineta de Dolores de Cospedal anuncia al mundo el regreso de los castizos
Les han ayudado, y ayudan, además, unos medios de comunicación liderados por empresarios que comparten millones e ideologías con esa turba, dice José K., que asiste fascinado a la gigantesca patraña y asombrosa jácara que se está montando al hilo del News of the World y Rupert Murdoch, un australiano del que todos, absolutamente todos los que saben algo de prensa, conocían su currículo —su ficha, mejor su ficha— al dedillo. ¿Nos asombra cómo es The Sun? ¿Lo que hizo con The Times? ¿O acaso con el Post? ¿Ustedes han visto alguna vez esa bazofia de canal que se llama Fox, donde Obama es un peligroso comunista, y además negro? Lleva décadas alimentando al mundo sajón de basura. De estiércol y desechos. Y todo el mundo lo sabe, recuerda José K., asqueado de quienes se llevan las manos a la cabeza después de haberle rendido vergonzosa pleitesía, sea David Cameron o Tony Blair. O José María Aznar, bien puesto el cazo, que entre ellos la moralidad es algo que se lleva en la solapa, para que todos la vean pero que se practica poco.
Dignidad, dicen, honestidad, proclaman, cuando están inmersos en la hienda hasta la ingle en ellos tan pudenda. Murdoch es como ese tratante de blancas o drogas que llena las arcas de la Iglesia y regala un puente a su pueblo. Él hace otras cosas: engorda todos los thinks tanks y fundaciones más reaccionarias, cuidadoso que es de engrasar conciencias y untar voluntades. Besemos sus manos, pues, que nada vemos ni nada leemos, y despidamos a nuestro singular benefactor con la famosa sentencia: ojalá llegues al cielo, Rupert, media hora antes de que el diablo sepa que has muerto.
Es ese feroz extremismo, que aquí conocemos bien, el que ahora se relame porque pronto ve llegar su hora. Y lo que es peor, la nuestra, se lamenta José K. ¿O es acaso menos repugnante el sancocho que nos tiran a la cara periódicos y cadenas de TDT que pringan quioscos y televisiones patrias? ¿Ven ustedes alguna diferencia entre la cerrazón brutal de aquellos Glen Beck y los nuestros? ¿Son quizá menos vociferantes, faltones, boleros o fascistas? ¿Son más civilizados estos revisionistas históricos que tanto veneran a Franco con la aquiescencia —o el silencio cómplice— del PP?
Sus fieros ángeles corneteros exudan ánimos vengativos en los medios de comunicación
Piensa José K. que van a triunfar en todo el mundo conocido aquellos —los que han apostado por el fin de una sociedad decente y solidaria, los ultraliberales, los mercados— y estos, sus feligreses castizos en los medios de comunicación y en la política. A ese paso de la oca mundial aquí le añadimos el pimentón y hacemos la racial manteca colorá. Y también los zarajos, los chicharrones y las gallinejas.
Si los delincuentes financieros han desatado la guerra mundial global y el exterminio del adversario distributivo, en España izan bandera propia, aquí vienen, aquí llegan, que la mantilla y la peineta de Dolores de Cospedal la anuncia al mundo, y sus escribas más reaccionarios —fuera complejos— reciben oro, incienso y mirra. Sin olvidar —cómo hacerlo— la solapa Nápoli que enloquece a los dimitidos por ese cohecho tan impropiamente llamado impropio.
En Burgos hay un barrio, antes pueblo, que se llama Gamonal. En su iglesia, La Antigua de Gamonal, hay unas hileras en el suelo formadas por cantos rodados. Pero no todas son del mismo material, que según cuenta la leyenda, algunas son vértebras de soldados franceses asesinados tras una cruenta batalla en 1813. Y allí, incrustadas, se las pisaba con saña y desprecio. Llegan pues los ultraliberales a hacerse con el universo, y el género castizo con nuestra piel de toro, se teme José K., con los mismos ánimos vengativos y solapados, o eso al menos exudan sus fieros ángeles corneteros. Harán grava y asfalto con todos nosotros —los rojos, que ellos siguen diciendo los rojos, se asusta a sí mismo José K.— para pavimentar las carreteras y así poder castigarnos, humillarnos y sojuzgarnos con las ruedas de sus audis y sus mercedes. Crash, crash, crash, se oirá. Y serán nuestros huesos.
Repasa lo pensado José K., aún parado cual esfinge, y se queda muy satisfecho de lo relatado. Suficientemente demagógico, se dice. Y sonríe en la oscuridad.
Poco. Para ahorrar energías.
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