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Tribuna
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¿Qué le pasa a la izquierda?

El problema de la socialdemocracia no es electoral, es de fondo

Uno. Mucha gente se pregunta dónde está la izquierda en un momento en que las políticas y los votos vuelan hacia la derecha mientras las personas se indignan desde la izquierda. La gran crisis la han provocado poderes financieros, Gobiernos permisivos e instituciones ciegas y, no obstante, la están pagando los sectores populares, mientras los partidos de izquierda sufren derrota tras derrota. En la UE-27 solo quedan cinco Gobiernos progresistas de incierto futuro. Es verdad que también los partidos de centro-derecha que gobiernan sufren derrotas —de momento parciales— como en Alemania e Italia, pero esto no puede servir de justificación que paralice los cambios necesarios en el campo progresista. Porque el problema de la izquierda europea no es solo electoral, la cuestión de fondo es de proyecto, de discurso ante la nueva época y los nuevos retos. Así como el hundimiento de la URSS dejó sin relato creíble a la línea comunista de la izquierda europea, ahora la globalización, la sociedad cibernética y las limitaciones del Estado-nación está poniendo en jaque a la línea socialdemócrata.

¿Por qué estos aprietos, no tanto electorales, sino de proyecto de sociedad? En mi opinión, porque la socialdemocracia —como todo— es un producto de la historia, surge en el contexto de la industrialización, del Estado nación y del desarrollo de Europa. Sin embargo, ahora vivimos en el contexto de la sociedad cibernética, de la globalización, de los grandes conjuntos regionales, entre ellos la UE. Y cuando hablo de crisis de la izquierda me refiero a Europa porque las manifestaciones de “otra izquierda” gozan de mejor salud, ya sea el Brasil de Lula-Roussef, los Estados Unidos de Obama o la Sudáfrica de Mandela.

Dos. En Europa, la carencia desde la izquierda de un proyecto común sobre la globalización —que es tanto como decir sobre el futuro de la humanidad— parte de una insuficiencia previa que consiste en la inexistencia de una visión compartida sobre la construcción europea. Sigue primando un supuesto “interés nacional” en asuntos que han dejado hace tiempo de ser “nacionales”. Esto tiene profundas raíces en el viejo continente: la I Guerra Mundial y el rompimiento de la izquierda; las diferencias ante la descolonización; los choques durante la guerra fría y, más cercano en el tiempo, las divergencias ante los referendos sobre la Constitución europea, la guerra de Irak, etcétera. Diferencias que se acentúan según que el partido en cuestión esté en el poder o en la oposición. Fenómeno que contiene cierta lógica pues ante un proceso en construcción, como es el de la UE, la contradicción no es siempre entre derecha e izquierda sino, a veces, entre europeístas y euroescépticos. Lo que ocurre es que a partir del Tratado de Lisboa y ante la crisis actual ya no se trata de discutir sobre aspectos “institucionales” sino de contenidos económicos, sociales, de políticas para salir de la crisis y aquí debería de primar la dialéctica derecha-izquierda si no fuera porque está ahogada por la lógica de acero de los poderes económicos y los intereses de los Estados nacionales más fuertes.

Tres. Tiene su sentido que con la mundialización del capital, las carencias del Estado nación hayan quedado a la intemperie y la crisis de los poderes políticos democráticos haya hecho su aparición. La democracia representativa es una realidad que surge en un determinado espacio geográfico, en un concreto estadio de evolución de la ciencia y la tecnología y, en consecuencia, con una determinada relación entre economía y política, representantes y representados. Pero cuando el espacio ya no es la nación sino lo global y cuando el nivel de “las fuerzas productivas” ya no se sitúa en lo industrial-vertical sino en lo cibernético-horizontal, los instrumentos que hemos utilizado hasta ahora hay que mejorarlos o quedarán obsoletos.

La izquierda europea carece de un proyecto común sobre la globalización

La gran crisis que reventó en 2008 ha puesto en carne viva las nuevas contradicciones. Por un lado, las finanzas mundiales —mercados— condicionan las políticas de los Gobiernos al margen de lo que deseen o voten los ciudadanos, con el consiguiente deterioro de la democracia. Control financiero que se acentúa cuando los Estados se endeudan hasta las cejas como consecuencia de su intencionada flojera fiscal y los abultados déficits-deudas contraídos para hacer frente a los desaguisados de un sistema financiero descontrolado, así como el pago de las copiosas facturas que toda crisis arrastra, entre otras las de los propios bancos. Y este poder de los mercados —acreedores— se impone ante Gobiernos de izquierda o de derecha pues todo acreedor quiere garantizarse el pago de la deuda y solo sigue prestando, a intereses asumibles, si el Estado deudor hace políticas de “ajuste”, esto es, saca el dinero a los ciudadanos —en pensiones, sueldos, salarios, IVA, privatizaciones, menos inversiones públicas, etcétera— para pagarles a ellos. Examen riguroso de esta política de “austeridad” que se confía a unos tribunales examinadores (firmas de rating) que pertenecen a empresas multinacionales —son juez y parte— y que cada vez que bajan la nota a uno de los Estados le sacan la hijuela y medio riñón. Así funciona el tinglado.

Cuatro. Así se va mellando la democracia, que queda hecha unos zorros, y se provoca un cósmico cabreo en el personal sufridor. Ahora bien, las tecnologías no solo han globalizado las finanzas y las mercaderías sino también la comunicación instantánea entre las personas a través de Internet y otros artefactos cada vez más sofisticados. Diálogo no solo instantáneo sino sobre todo horizontal, sin intermediarios y de difícil control, lo que ha introducido un nuevo elemento en las contradicciones contemporáneas que las explosiones de indignación, incluyendo España, han puesto de manifiesto. Han mostrado que con los instrumentos que proporciona la actual tecnología, la democracia representativa puede ser ensanchada, pues permite introducir nuevos cauces de participación y control. No se trata de prescindir de los partidos o los Parlamentos, pues eso sería la dictadura. Pero he defendido, desde hace mucho, con poco éxito, que los partidos tienen que abrirse a los ciudadanos, convertirse en partidos de los ciudadanos y no solo de los afiliados. La consulta y el debate entre elegidos y ciudadanía tiene que ser continua y deben darse facilidades para que, ante determinados temas de trascendencia, los ciudadanos puedan refrendar de manera vinculante.

Cinco. El reto para la izquierda es este, pues sus dificultades siempre van unidas al desgaste de la democracia. Su destino es transformar la realidad y no limitarse a administrar lo que hay. Y cambiar la situación hoy es enfrentarse a tres grandes retos que solo son alcanzables con el ensanchamiento de la democracia.

Es la era digital. Hay que perfeccionar la democracia con nuevos instrumentos de participación

El primero, dirigir desde la política, la democracia y el interés público el proceso de globalización, lo que supone afrontar la cuestión del poder financiero. Este ha adquirido tal volumen y dominio que tiene que responder al interés general por medio de un modelo “público-privado” y no solo privado como ahora. Porque el destino de los bancos no afecta solo a los accionistas sino a la ciudadanía en su conjunto.

En segundo lugar, no es realista pretender sostener el Estado de bienestar —conquista irrenunciable— con la actual fiscalidad. Un sistema impositivo suficiente y justo es la base de cualquier política progresista. No hay redistribución que valga sin aumentar los impuestos a los más pudientes, a las grandes fortunas y capitales, sin gravar las transacciones financieras internacionales, combatir la evasión fiscal, los paraísos fiscales, la economía sumergida. La disyuntiva es o mayor capacidad fiscal o recorte de gastos sociales e inversión para reducir deuda, que es lo que se está haciendo. Mientras los Estados estén endeudados dependerán de los acreedores y estos impondrán políticas antisociales.

Por último, convendría perfeccionar la actual democracia con nuevos instrumentos de participación. Amplios sectores de la sociedad, en especial los jóvenes, están inmersos en otra lógica, con otros códigos, digitales y horizontales, que circulan por ámbitos diferentes. O conseguimos insertar estas nuevas realidades en la democracia existente, facilitando el diálogo y la participación que las nuevas tecnologías permiten, o esta se ira agostando.

En conclusión, la izquierda debería apostar por ensanchar la democracia; por el control de las finanzas por la política y porque los pudientes paguen más impuestos para sostener el Estado de bienestar.

Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas

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