¿Adónde va la izquierda europea?
Sin una reforma en profundidad, la socialdemocracia corre el riesgo de seguir perdiendo apoyo
El fracaso de la izquierda europea ante la ofensiva del neoliberalismo nunca ha sido más patente que hoy. La crisis actual del capitalismo financiero tendría que haber provocado desde hace mucho tiempo su debacle. Sin embargo, allí donde la izquierda europea gobierna está obligada a hacerlo todo para salvarlo. Hay en ello algo propiamente surrealista. ¿Por qué ironía de la historia la izquierda se encuentra, como el médico, en la cabecera de un sistema que supuestamente debe combatir en nombre del progreso y de la justicia?
El electorado de izquierdas, desconcertado por este viraje, o gira hacia la derecha populista o se refugia en la abstención política. La revolución neoconservadora ha emprendido desde los años ochenta la demolición sistemática del modelo del Estado social, adquirido en reñidas luchas históricas y con grandes sacrificios de movimientos obreros del siglo XX. En Europa, esta ofensiva ha sido acompañada por la izquierda bajo el pretexto falaz de la construcción de Europa.
La socialdemocracia, y más aún el social-liberalismo, sometiéndose a este modelo, han tirado por la borda sus ideologías socialistas, sus valores más fundamentales de solidaridad; en el mejor de los casos (Alemania, España, Francia) han defendido unas políticas de privatización ocultas tras unas redes sociales para proteger a los más débiles; en el peor de los casos (blairismo) se han convertido en punta de lanza de la reacción ultraliberal, cuando no han simple y llanamente desaparecido (Italia).
Pero la crisis actual del modelo liberal europeo pone hoy al desnudo la impotencia de la izquierda: no solo no puede oponerse a la ofensiva del liberalismo, que quiere siempre más privatizaciones, sino que está ahora sin proyecto, sin programa y ha perdido, salvo en los países del norte, el apoyo de las clases populares. Convertido en el partido de las clases medias, ya ni siquiera es capaz de protegerlas, puesto que estas padecen en todas partes la devaluación de sus estatus social, que atribuyen en general a la fiscalidad creciente de las políticas públicas. Y es por ello que se vuelcan progresivamente a la derecha, siguiendo así a una gran parte del electorado popular. Al final, está evidentemente la extrema derecha europea, que cosecha en todas partes los frutos envenenados de esta deriva.
El resultado de la pérdida de identidad de la izquierda está aquí: a fuerza de haber apostado por la economía liberal, se ve arrastrada por la “derechización” de la sociedad. Pero la verdad es que la sociedad vira a la derecha porque la izquierda liberal no es percibida como una alternativa a la derecha. Si el electorado se pronuncia ahora cada vez con más indiferencia por la derecha o la izquierda no es por elección ideológica, sino más bien por despecho hacia unas políticas que se parecen como dos gotas de agua. La izquierda ya no marca la diferencia.
Le hará falta tiempo para hallar un nuevo aliento. Puesto que, contrariamente a la derecha, necesita ofrecer un proyecto que supere el orden existente. Debe representar la esperanza de un mundo mejor. Para aquellos que no se resignan a la desaparición de la izquierda (posible, como en Estados Unidos), el primer deber es identificar bien los problemas históricos a los que está confrontada. El material conceptual clásico de la izquierda apenas sirve ya; el paso a una civilización globalizada, el papel estructurador de las nuevas tecnologías inmateriales (Internet), la irrupción del principio de responsabilidad en la gestión del medio ambiente, la disolución de las viejas relaciones de clase y la formación de nuevas estructuraciones sociales, el ascenso de las potencias emergentes y de sus clases medias, y otros muchos factores más, imponen la elaboración de nuevos paradigmas, mucho más complejos que aquellos que sirven solamente, como hoy, para conquistar el poder.
Más allá de este trabajo necesario y riguroso de comprensión del nuevo mundo, hay al menos tres condiciones previas para la construcción de una futura izquierda.
En primer lugar, la autocrítica. La izquierda debe interrogarse sobre sus equivocaciones, no para culpabilizar a las generaciones que la han llevado al abismo, sino para no repetir los mismos errores: es un deber de memoria necesario para su propia identidad y para el pueblo. Los partidos socialistas europeos deben someterse a un serio examen de conciencia, puesto que cargan colectivamente con la responsabilidad del fracaso frente al liberalismo destructor del Estado social. ¿Cómo puede ser que la izquierda haya dejado instalarse una economía mundial potencialmente delincuente, con un “sistema bancario a la sombra” (Shadow Banking System), que, por medio de los activos tóxicos, representa más de 650.000 millardos de dólares? ¡Eso es 10 veces el PIB mundial! Mientras que se pide a los asalariados más débiles, a los funcionarios que defienden el servicio público, a las clases medias que cargan con la parte más grande de los impuestos, a los obreros endeudados y devaluados, a los jóvenes abandonados en el camino de la vida, que paguen para salvar ese sistema delincuente. En efecto, la izquierda no ha instaurado este sistema, pero ¿qué ha hecho para combatirlo desde hace 30 años? Sin autocrítica, no habrá aggiornamento de la izquierda.
En segundo lugar, la definición del campo de valores de la izquierda y de su proyecto histórico: ¿sigue siendo una fuerza de transformación de la sociedad? ¿Se trata de hacer funcionar “bien” el capitalismo, o de emancipar a la sociedad? ¿Hacia dónde? ¡No es concebible que unos partidos que se dicen “socialistas” no sepan lo que puede ser un socialismo del siglo XXI! Los pueblos quieren un proyecto humano de solidaridad colectiva; el mero consumo infinito de las mercancías no puede ser este proyecto: se haga lo que se haga, nunca será más que un medio de existencia. ¿Qué significa pues hoy una sociedad “socialista” mediante la democracia? ¿Qué sentido tiene? La izquierda europea debe enunciar su proyecto y asumirlo con franqueza. No debe avergonzarse de su identidad.
Por último, la toma de conciencia de la revolución que se ha producido en las mentalidades. Lo que han demostrado tanto la primavera árabe como el magnífico ejemplo del 15-M español es la irrupción masiva de la demanda ciudadana en la elaboración del interés general por parte de las mismas poblaciones. Es la crítica a la forma partido, que ha perdido su legitimidad a consecuencia de la sordera y la arrogancia respecto a las aspiraciones profundas de las fuerzas más vivas de la sociedad.
Eso no significa el fin de los partidos, puesto que una sociedad democrática sin partidos es una sociedad totalitaria, no democrática, sino que los partidos deben cambiar, en su forma como en su función. En su forma, para aprender a cristalizar las aspiraciones populares democratizando su relación con el pueblo, rechazando su consideración únicamente como una masa de electores manipulables; en su función, definiendo unos programas realistas y realizables. Ser un partido que escucha y no miente: puesto que la exigencia de ética está en el corazón de la política democrática moderna. Sin una reforma en profundidad de su visión del mundo, de sus métodos de acción y de sus medios de funcionamiento, la izquierda europea corre el riesgo de patinar durante mucho tiempo aún. Pero desgraciadamente ese tiempo no está vacío: lo pagan muy caro los más débiles, que sufren los costes de un sistema económico cruel y simplemente indigno de una humanidad civilizada.
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
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