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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Preguntas incómodas a los indignados

Indignarse es también despertarse del sueño ilusorio en el que nos habíamos dormido

Juan Arias

Quiero anticipar, para evitar equívocos, que no me gustaría morir viendo apagada la hoguera levantada por los indignados, los de España y los del mundo. Precisamente por ello, porque considero el fenómeno de los indignados como una nueva aurora justo en el momento en que el mundo se sumía en las sombras del pesimismo a escala universal, me atrevo —como contribución a ese diálogo de paz, a esa fascinadora e inédita guerra sin armas— a formular algunas preguntas que podrían parecer incómodas en medio de la fiesta en curso, pero que podrían ayudarnos a todos —empezando por mí mismo— a reflexionar y armarnos para no ser una vez más canibalizados por el poder de turno.

He estudiado con atención los motivos de fondo de la indignación y sus eslóganes: “no nos representan”; “no queremos ser las víctimas de los errores del poder económico y financiero”; “queremos otro tipo de democracia”; “no nos basta votar”. Y leo que casi el 50% de los indignados son personas que han perdido el trabajo sin que como ciudadanos hayan perdido su exigencia de dignidad.

¿Cómo no estar de acuerdo? Pero una pregunta se impone: ¿por qué solo ahora? ¿Es que los políticos nos representaban mejor cuando teníamos trabajo y éramos más ricos? ¿Es que cuando los bancos regalaban el dinero para hipotecas fáciles eran menos tiranos que hoy? ¿Es que cuando votábamos felices con nuestra riqueza real o aparente ejercíamos una democracia más eficaz y real que hoy?

¿Es que los políticos nos representaban mejor cuando teníamos trabajo y éramos más ricos?

Todos los indignados —entre los que quiero contarme aunque a miles de kilómetros de distancia de la Puerta del Sol— somos hijos de la globalización y disfrutamos de ella. Gracias a esa globalización llevamos gozando desde hace años de todos los privilegios que conlleva en la práctica. Pero ¿nos preguntábamos, mientras saboreamos sus frutos, lo que existe o puede existir detrás de ella de explotación laboral, de empobrecimiento de algunos países a costa de otros, de las injusticias que lleva en su seno? Hoy vemos y al instante, a través de la comunicación global, las lágrimas, el terror, la angustia, el desamparo de millones de seres humanos, que sufren más que nosotros de falta de riqueza, de trabajo o de libertad. Los conocemos. Podemos contarlos. ¿Es posible hoy indignarnos solo como españoles o como griegos o como lo que sea, ignorando que en nuestro planeta, que se nos cuela en casa a cada instante, millones no tienen la posibilidad de indignarse, ni pacíficamente? Compramos baratas las cosas hechas en China. ¿A costa de cuánto dolor de sus trabajadores, que ni pueden protestar?

Nuestra indignación es global o no lo es. Si no lo es, se apagará antes de lo que quisiéramos. Y sobre todo, no nos llenará el alma.

No sé cuáles son los textos de los que se nutren las asambleas y discusiones de los indignados. Me gustaría recordarles una página bíblica que quizás les ayude a la reflexión: la del astuto y ambicioso patriarca Jacob (símbolo del poder), que consigue comprar la primogenitura (la identidad) a su hermano Esaú, por un plato de lentejas. El episodio me ha venido a la memoria leyendo días atrás unas reflexiones del mayor economista vivo brasileño, Carlos Lessa, que tuvo en sus clases de la universidad como estudiante a la actual presidenta de la República, Dilma Rousseff.

El economista denuncia que el drama de nuestro tiempo consiste en que los ciudadanos han vendido su identidad de ciudadanos y con ella sus valores más esenciales, que pueden cambiar pero no morir, como la justicia, la solidaridad, su capacidad de representación, la paz y la libertad, no ya por el plato de lentejas bíblico, sino por lo que él llama el “sujeto consumista”, ya sin identidad, sin primogenitura, sin valores y, lo que es más grave, por una falsa identidad de “usar y tirar”, que nos desnuda de todo tipo de personalidad humana, esclavos de las modas del instante.

Nuestra indignación es global o no lo es. Si no lo es, se apagará antes de lo que quisiéramos

Ser “sujetos de consumo”, o “sujetos meramente económicos”, incapaces de una identidad propia que nos impide entender que a veces “menos es más”, es no solo hoy sino que lo ha sido siempre, el sueño de todos los poderes: político, económico, financiero, comercial etcétera. Un sueño contra el que no existían indignados mientras saboreábamos el plato de lentejas, la riqueza que nos bastaba, aun a costa de olvidarnos de nuestra identidad de ciudadanos que nunca será completa sin una carga constante de indignación.

En el relato bíblico, hay una apostilla significativa: Jacob (el poderoso y ambicioso), no solo le dio el plato de lentejas a su hermano Esaú para adueñarse de su identidad de primogénito, sino que, dice la Biblia, “le dio también pan para que acompañase a las lentejas”. ¿No es así como actúan todos los poderes que no solo nos ofrecen bienes materiales, sino también el pan de lo superfluo para adormecernos mientras ellos nos despojan de nuestra identidad de ciudadanos libres?

Cuando, en este momento, ni esos bienes nos pueden ya ofrecer o nos despojan de ellos, podríamos caer en la tentación de creer que es solo ahora cuando quieren robarnos nuestra identidad de ciudadanos libres y con derechos. No, ya nos habían despojado antes de ella y nosotros preferimos las lentejas. Ojalá no volvamos a regalarles nuestra identidad, en aras de nuevas y falsas promesas de solo bienestar económico. Indignarse es también despertarse del sueño ilusorio en el que nos habíamos dormido.

Gracias a los que nos están ayudando a conseguirlo.

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