Transición 2.0
La democracia que vivimos empieza a tener notables desajustes con respecto a la sociedad hiperconectada que hemos construido
Pocos ponen en duda la trascendencia del proceso político que se vivió en España entre mediados de 1975 y finales de 1978. Tras un golpe militar, una guerra civil, una durísima posguerra y una dictadura interminable, los españoles fuimos capaces de protagonizar, en muy pocos años, un cambio pacífico que dio lugar a una democracia plena. La transición española se convirtió en orgullo, ejemplo y referencia para todo el mundo.
El llamado “espíritu de la transición” logró que, en muy poco tiempo, los españoles fuésemos capaces de evolucionar hacia un sistema de democracia representativa. Con una agilidad inédita, España se reinventó. La democracia que establecimos era un fiel reflejo de la sociedad de entonces: la voz de los ciudadanos debía expresarse a través de un sistema de representantes que la transmitían, en cada ámbito, a los círculos del poder. El ciudadano tenía pocos medios para expresar su voluntad más allá de un voto cada cuatro años: la producción de información estaba reservada a quienes tenían control de los medios de comunicación, a quienes gestionaban periódicos, radios o televisiones, canales unidireccionales carentes de retorno. Un ciudadano podía llamar a la radio, pero ahí, en la irrelevancia, terminaba la capacidad de expresión pública de dicho ciudadano. Dicha expresión debía darse a través de procesos de representación colectiva mediante asociaciones, partidos y sindicatos.
Hace pocos meses, los ciudadanos de algunos países sometidos a regímenes políticos dictatoriales vieron que esa realidad social había cambiado. En Túnez, Egipto, Libia, Siria o Yemen, los ciudadanos comprobaron que las dictaduras en que vivían se sostenían gracias al férreo control del flujo de información. Los dictadores habían aprendido a controlar los medios de comunicación social, y eso les permitía transmitir a los ciudadanos y a otros países una aparente sensación de normalidad. Los ciudadanos encendían la televisión, escuchaban la radio o leían los periódicos y veían una falsa calma,una “información oficial” que construía la historia según convenía al sátrapa de turno. Si el entorno aparenta normalidad y yo me siento la rebelde, el raro soy yo, y estando privado de medios de expresión que difundan mi mensaje, mi capacidad de influir en la sociedad es nula.
De repente, los ciudadanos empezaron a recibir mensajes querompían la habitual armonía. Entraban en redes sociales y, al buscar los perfiles de sus amigos, se encontraban con que algunos integraban grupos en losque se expresaban voluntades de cambio, en los que no se seguía en absoluto la dialéctica oficial de normalidad. Leían blogs subversivos. Grupos de denuncia, lugares donde expresar una rabia y una frustración contenida durante años, sitios en los que informarse más allá del control de los medios tradicionales. Se dieron cuenta de que podían difundir mensajes, comunicarse, organizarse, expresarse directa y públicamente como ciudadanos. Fue el catalizador de las revueltas de la primavera árabe: a pesar de ser países con un acceso a la red poco generalizado, bastó la evidencia de que los ciudadanos no estaban solos en su frustración para provocar un efecto dominó que hizo caer a dictadores que hasta el último momento intentaron aplicar su torcida lógica: encarcelaron a bloggers, impidieron el acceso a Facebook o a Twitter, y llegaron a cerrar el acceso a la red de todo un país. Nada funcionó. La capacidad de control había desaparecido, la ciudadanía era ahora dueña de los medios de producción de información, la sociedad pasaba a funcionar con otras reglas.
Pero la evidencia de la capacidad de organización de los ciudadanos no se restringió a esos países. En España, obviamente, el escenario es distinto: no hablamos de derribar regímenes, de sátrapas, de tiranos o de entornos en los que el riesgo de expresarse en la calle puede fácilmente suponer morir bajo el fuego de armas que uno mismo ha pagado con sus impuestos.
El 15M es la primera manifestación que, evocando las dinámicas de la primavera árabe - indignación, protesta, ocupación de plazas,etc. - y explotando la capacidad de organización de los ciudadanos gracias a las redes sociales, tiene lugar en un país con plena legitimidad y garantías democráticas. El mundo desarrollado nos está mirando, porque saben que este fenómeno es claramente exportable - de hecho, ya ha sucedido. En España nadie intenta derribar un gobierno, ni atacar la legalidad vigente más allá de pequeñas señales de rebeldía, pero sí surge un consenso social en torno a la necesidad de cambios.
La democracia que vivimos empieza a tener notables desajustes con respecto a la sociedad bidireccional e hiperconectada que hemos construido. Sentimos que los políticos que votamos ya no nos representan, y que han construido un sistema que sustituye a la verdadera democracia con una partitocracia, con leyes electorales que alejan al votante del político, que plantean representantes que ni siquiera conocemos y a los que no podemos pedir responsabilidades, en estructuras de partidos nada democráticas y convertidas en monstruos burocráticos e ineficientes en los que prima el seguidismo, la autopreservación, el escalafón y la jerarquía. Estructuras en las que la corrupción campa a sus anchas, partidos convertidos en empresas cuyo fin es mantenerse en el poder a toda costa, que intercambian dinero y favores con otras empresas y lobbies para beneficiarlos cuando lleguen al poder a cambio de los medios necesarios para conseguirlo. Préstamos que desaparecen, facturas que se perdonan o se inflan según convenga, favores que se pagan con el erario público, amiguismo, nepotismo... todos los vicios que rodean a unos políticos convertidos en “clase política”, en una Corte de Versalles que se autoconcede privilegios, pensiones, cargos, sueldos multicompatibles, consejos de administración, retiros dorados...
La corrupción y la falta de control ante ciudadanos incapaces de expresarse colectivamente llegó a carcomer un requisito fundamental de la democracia: la separación de poderes. Los ciudadanos se distancian de la política, pasan a verla como un patético teatrillo que ocurre en un Parlamento donde los políticos representan una mala obra que a veces es comedia, pero casi siempre es tragedia. Vótanos, que después haremos lo que nos dé la gana. La democracia representativa se resiente: los políticos ya no representan a los ciudadanos, y los ciudadanos exigen redefinir la democracia para adaptarla a una sociedad que ha cambiado, en la que todos pueden expresarse y organizarse. Si el político actúa a espaldas del pueblo o se pone al servicio de intereses ilegítimos, el ciudadano lo ve y se organiza para evitarlo. Surgen manifestaciones que no están organizadas por partidos ni por sindicatos, sino por los propios ciudadanos. La torpeza de los políticos que pretenden ver conspiraciones y manos negras es evidenciada en pocos días. Son los ciudadanos llamando a la puerta.
El país está ahora a la espera de cambios: es preciso cambiar la ley electoral, dotar al sistema de una transparencia radical que evite la corrupción, regenerar la separación de poderes, y establecer controles ciudadanos que permitan exigir responsabilidades políticas inmediatas. Cambios importantes, que exigirán modificaciones radicales en temas considerados inamovibles. No importa. Son necesarios, porque el país va a ser completamente ingobernable si no se hacen. Un país con los indignados en la calle y con más de un 60% de los ciudadanos de acuerdo con sus reivindicaciones como revelan las recientes encuestas, no puede pretender seguir en la ilusión de una continuidad insostenible.
España exige un cambio. Queremos volver a asombrar al mundo con la reinvención pacífica de una democracia que necesita adaptarse al tiempo que le ha tocado vivir.
La responsabilidad de los políticos ahora es entender que están llamados a un momento histórico, y recuperar ese “espíritu de la transición”. Abandonar el dontancredismo, el “aquí no pasa nada” o el “cuando vuelva a abrir los ojos, los indignados habrán desaparecido”. Dejar de intentar arreglar el problema con las herramientas inadecuadas, con las mismas herramientas que lo produjeron.
El mundo nos observa. España empieza una nueva transición: la Transición 2.0.
Enrique Dans es Profesor de IE Business School.
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