¿Quién le pone el cascabel al gato?
La intelectualidad progresista debe desarrollar un nuevo pensamiento político que movilice al pueblo
Hace unas semanas EL PAÍS publicaba una lúcida columna del profesor Santos Juliá con el título: Desalmado capital. El texto partía de la constatación de una situación que estamos viviendo en este comienzo del siglo XXI, que “los Gobiernos no son ya depositarios de la soberanía nacional, sino meros ejecutivos de órdenes que emanan de los centros del poder financiero, que los políticos han sucumbido ante las exigencias del capital llamado ahora los mercados”, y recordaba las tesis de Marx sobre el Estado, ya en el siglo XIX, tesis que han recorrido todo el siglo XX y que ahora parecen tener máxima actualidad.
Santos Juliá añade una consideración muy interesante: la burguesía de los tiempos anteriores a la formación de este “capital desalmado” fue capaz de pactar el Estado de bienestar con la socialdemocracia y de facilitar así progresos sociales y políticos considerables.
Sobre todo a partir de la II Guerra Mundial se llevaron a cabo en Europa cambios democráticos, pactados generalmente en los movimientos de resistencia antifascista, que llegaron incluso a modificar los contenidos del Estado que Marx conoció en su tiempo. El Estado de bienestar, cuyos rasgos distintivos ya no eran exclusivamente la policía, los jueces y el ejército, que se ocupaba realmente de la redistribución de la renta entre las diferentes capas de la población, que gestionaba incluso sectores de la economía devenidos de propiedad pública, experimentó modificaciones que llevaron a un marxista norteamericano, Herbert Marcuse —muy de moda años atrás—, a considerar a este tipo de Estado como un periodo de transición entre el capitalismo y el socialismo.
La “revolución conservadora” encabezada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan y la expansión del neoliberalismo nos han conducido a un retroceso brutal. La consigna “menos Estado” se ha impuesto generalmente. Los mercados han sustituido a aquella burguesía pactista desarrollándose como una excrescencia cancerosa, que ha impuesto su dictadura sobre los Gobiernos y la política.
El poder financiero se ha convertido en una especie de dios todopoderoso, ante cuya autoridad han sucumbido gobernantes y partidos políticos históricos que en otros tiempos parecían una garantía democrática. Un dios porque no se le ve, pero se le siente y está en todas partes.
Quienes aparecen públicamente endosando la responsabilidad de sus decisiones son los políticos, los que para el pueblo que sufre la crisis aparecen como los demonios en esta constelación que se nos ha impuesto tan clara como inesperadamente.
La pérdida de la confianza en los políticos y los partidos tradicionales conlleva el peligro de una pérdida masiva de la confianza en la democracia. Se producen síntomas característicos como el crecimiento de los grupos ultraderechistas y las tendencias a la abstención electoral en la izquierda.
La socialdemocracia se ha rendido a los mandatos del sistema financiero
Mi generación conoció una experiencia, durante la crisis de los años treinta, que guarda ciertas semejanzas con lo que ocurre hoy, y perdió durante años la confianza en la democracia. Los progresistas, que velamos cómo las corrientes de capitulación se extendían en los países considerados democráticos, empezamos a pensar que la solución sería la dictadura de las fuerzas de izquierda. Los tradicionalistas se hicieron fascistas y terminaron desencadenando la Guerra Civil y trayendo la dictadura de Franco, con la ayuda de Hitler y de Mussolini.
Fue necesario que viéramos a la República en peligro, para llegar a valorar la democracia y aprender que para defenderla hay que avanzar en el terreno de las libertades, ampliándolas a las estructuras económicas y sociales.
Quizá el haber vivido esta experiencia nos haga más sensibles a los peligros que aparecen hoy.
Nos sorprende la facilidad con la que en Europa la socialdemocracia y los hombres políticos en general se han rendido a los mandatos del sistema financiero y han aceptado seguirlos resignadamente. Por eso atribuimos un gran valor a las palabras de Santos Juliá: “La nueva clase financiera, sin embargo, es desalmada: no bien el Estado ha acudido a su rescate y ya vuelve a repartirse, sobre las ruinas provocadas por ella misma, los millones de dó1ares como si aquí no hubiera pasado nada. Y si la vieja burguesía hubo de avenirse a un compromiso, es claro que a esta nueva clase el Estado no sabe o no puede protegerla de su propia codicia; no le queda más opción que destruirla”. Y el autor de este artículo hace una pregunta que es clave: ¿Quién le pone el cascabel al gato? O lo que es lo mismo, ¿de dónde pueden salir las fuerzas que supriman este poder desalmado?
Quizá haya que promover una ventolera que saque de su modorra a los Gobiernos que no reaccionan ante las exigencias de ese poder irresponsable.
Y permítaseme decir que ante la decepción de los políticos es la intelectualidad la que debe asumir responsabilidades, dirigiéndose al pueblo como lo han hecho el francés Stéphane Hessel y José Luis Sampedro y ahora Santos Juliá. Ante el hechizo que parece haber dormido en un sueño profundo a los Gobiernos y a los líderes políticos, debe ser la intelectualidad progresista quien desarrolle el nuevo pensamiento político capaz de movilizar al pueblo.
La intelectualidad y el mundo del trabajo y la juventud unidos tendrían fuerza suficiente para romper el hechizo. Hay que asumir el papel del viejo topo de hoy. En el fondo estamos ante un cambio de época que exige la entrada en liza de fuerzas intelectuales más dotadas que los políticos de a diario y exige también una alianza de los dos sectores más creativos de la sociedad: las fuerzas de la cultura y el mundo del trabajo.
Santiago Carrillo fue secretario general del PCE y es comentarista político.
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