La brigada de camellos mauritana que patrulla el Sáhara para impedir que los yihadistas y su ideología crucen la frontera
“Llevamos el Estado a las zonas más remotas del país”, dice uno de los hombres del desierto, empeñados en contener la violencia que se ha extendido por el Sahel

En el patio de un fuerte de color arena con cuatro torres de vigilancia puntiagudas, M’Beirik Messoud mira por el cañón pulido de su kaláshnikov. Messoud, que es brigadier del ejército mauritano, tiene que pasar los próximos días patrullando el desierto en la frontera con Malí, donde se ocultan los yihadistas. La zona fronteriza que recorre con su equipo es tan inhóspita que ni los todoterrenos más resistentes llegar hasta allí. Por eso, Messoud y sus hombres no atraviesan las llanuras arenosas en un 4x4, sino a lomos de camello.
Pertenecen a los meharistas, una brigada especial del ejército de Mauritania, en África Occidental, cuyos hombres montan a camello. Tienen su campamento en la ciudad de Achemime, al este del país. Aquí termina la carretera y empieza el desierto, junto a las murallas del fuerte.
Para los pastores nómadas que deambulan por esta zona, los meharistas y sus animales son una imagen familiar. Messoud y sus hombres son soldados, médicos, policías, agentes de los servicios de inteligencia y asesores, todo en uno.
La unidad, que cuenta aproximadamente con 300 miembros, fue una creación de los franceses en 1912, cuando Mauritania todavía era una colonia. El objetivo de la brigada sigue siendo el mismo: garantizar la seguridad y el bienestar de los habitantes de Hodh Ech Chargui, una gigantesca provincia situada al este del país que abarca más de 180.000 kilómetros cuadrados de desierto del Sáhara.
En las últimas décadas, se ha añadido una tarea fundamental: impedir que el yihadismo, que está extendiéndose en el resto del Sahel, entre en Mauritania.
En el patio del fuerte hay dispuestas provisiones: carne seca de cabra, agua, cajas de té y sacos de azúcar de un kilo. El brigadier Messoud las reparte entre las alforjas que sus hombres colocan sobre los camellos. Messoud, de 55 años, tiene un rostro afable, gafas y anchos pómulos. “Tranquilo, tranquilo”, le murmura a su camello mientras se sube a la silla. El enorme animal, que pesa mil kilos, se pone de pie entre gruñidos. “Tienen carácter estos animales”, reconoce, mientras esboza una sonrisa.








Aquí no hay apenas caminos, pero Messoud conoce la zona como la palma de la mano. “Nací en esta tierra”, explica. “Nos orientamos por las estrellas, el viento, la vegetación y los colores del suelo”. Precisamente por eso es tan importante que los meharistas sean gens de la brousse, subraya; gente del desierto.
Hoy, la brigada de camellos se dirige hacia el este, hacia la vecina Malí y más allá, hasta Burkina Faso y Níger. En los últimos años, el fundamentalismo islámico se ha extendido como la pólvora por estos países del Sahel. En 2005, el terrorismo yihadista llegó a Mauritania. Un grupo precursor de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) atacó un cuartel del ejército mauritano y mató a 15 soldados. El asalto convirtió a Mauritania en el primer país del Sahel víctima de un atentado yihadista.
En los años posteriores, los terroristas consiguieron planear atentados y secuestros cómodamente en sus guaridas del desierto. El Estado mauritano solo se mantuvo fuerte en la costa, donde está la capital, Nuakchot. La centralización del poder hizo que los partidarios del islam radical encontraran un terreno fértil para su ideología en el árido y desfavorecido interior del país.
En esta región, el Estado tenía una presencia muy escasa. “Los nómadas viven tan aislados aquí que carecen de todo”, dice Messoud. Por eso son vulnerables a las promesas de los yihadistas.
Para dar la vuelta a la situación, Mauritania reforzó la unidad meharista. Y con buenos resultados: en parte gracias a ellos, no ha habido ningún ataque en territorio mauritano desde 2011. “Llevamos el Estado a las zonas más remotas del país”, dice Messoud mientras su camello se encamina al asentamiento de Em Gheizine, a unos 50 kilómetros del fuerte.
Para evitar esa espiral de violencia, los meharistas hacen de mediadores en las disputas. Son la única forma de Estado que ven Desha y los demás lugareños por aquí
La radicalización tiene su origen en los años setenta, cuando varios países del Golfo como Arabia Saudí empezaron a usar los petrodólares para llevarse a estudiantes del Sahel con el fin de que estudiaran el “verdadero” islam y la ley de la sharía. Les enseñaban la doctrina salafista, también denominada “salafismo wahabí”, que considera pagano el islam sufí moderado practicado en el Sahel.
Cuando vuelven a casa, estos estudiantes reciben ayudas para crear escuelas coránicas y mezquitas, entre otras cosas. “Si el Gobierno no está presente en estas zonas, los yihadistas cavan pozos y ayudan a la gente”, explica Messoud. Proporcionan servicios básicos y, de esa forma, asumen el papel del Estado. “Después reclutan a los jóvenes”, continúa, “y les ofrecen generosas recompensas si se unen a su ejército”.
Chequeos médicos
En las dunas arenosas del horizonte se divisa la aldea nómada de Em Gheizine. Un hombre se acerca corriendo desde la sombra de una acacia. Su daraa —una túnica azul— ondea al viento.
El hombre se presenta como Muheisim Desha, el anciano del pueblo. Le pide al médico de los meharistas, Famori Keita, que le acompañe a una tienda multicolor. Allí aguardan sobre todo mujeres y niños; los hombres del asentamiento viajan de un lado a otro con el ganado y suelen pasar semanas fuera de casa.
Mientras el médico ausculta los pulmones de una niña que tose, Desha, el anciano, observa con satisfacción desde el rincón. “Los meharistas nos visitan más o menos cada tres meses”, dice, y eso facilita los chequeos periódicos. “La clínica más cercana está a varios días de camino hacia el oeste”.
El anciano explica que a veces surgen disputas entre los nómadas de la zona; por ejemplo, cuando los camellos pastan en una zona que otro considera suya. “Los grupos terroristas se aprovechan de esas discrepancias para reclutar a los jóvenes”, explica. “Les prometen resolver el conflicto por medios violentos, lo que obliga a la otra parte a armarse también”.
Para evitar esa espiral de violencia, los meharistas hacen de mediadores en las disputas. Son la única forma de Estado que ven Desha y los demás lugareños por aquí.
En la tienda, Keita termina su labor; el médico no cobra por los medicamentos ni por los consejos. “Es una muestra de que el Gobierno mauritano se preocupa por sus ciudadanos”, sostiene Desha.
No obstante, la unidad meharista está financiada en gran parte por la Unión Europea. En 2019, una aportación europea de 3,6 millones de euros sirvió para adquirir 250 camellos y construir el fuerte. El dinero también sirve para formar a cientos de nuevos meharistas. Europa confía en que la ayuda económica impida que los yihadistas sigan expandiéndose y se aproximen a Europa.
Esta noche, los meharistas han montado su campamento en la cresta de una duna. El aire está lleno de arena. Las llamas de una hoguera crepitante se reflejan en el té que se vierte de un vaso a otro muchas veces, hasta que se forma una espesa capa de espuma en la superficie. Uno de ellos escucha música en el móvil mientras fuma tabaco en un hueso de cabra vaciado.

De repente, se oye un grito breve, agudo y sofocado, procedente de la oscuridad. Los meharistas echan mano instintivamente al kaláshnikov cuando aparecen dos figuras de entre los arbustos. Los meharistas se relajan: los gritos son de una cabra a la que acaban de degollar. El animal es un regalo de dos pastores que pasaban por allí, “en agradecimiento por mantener segura esta zona”. Los soldados más jóvenes cuelgan el cuerpo del animal de una rama espinosa de acacia para cortarlo de arriba abajo.
“Estamos defendiendo nuestra patria”
Por la mañana, después de una fría noche bajo las estrellas, los hombres estiran los miembros entumecidos y desatan las cuerdas con las que les han atado las patas a los camellos para evitar que huyan. Las sillas de montar, que han servido de paravientos durante la noche, se vuelven a colocar sobre los animales y el grupo reanuda el viaje.
Medio día después, los meharistas se detienen en un macizo de suculentas tan grandes como una persona. Como tentempié, comen los sesos de la cabra asada la noche anterior. Messoud saca de la alforja las fotos de carné de sus cuatro hijos; su familia vive en Nema, más al oeste. Hace este trabajo por ellos. “Estamos defendiendo nuestra patria”, dice. “Garantizamos que nuestros hijos crezcan libres de guerras y opresión”, añade.
Ese es el secreto de los meharistas, sostiene Hassane Koné, especialista del Instituto de Estudios de Seguridad de Nuakchot. “Proceden de las mismas zonas que protegen”. Los jinetes conocen la zona como la palma de la mano y, como los demás habitantes del país, son musulmanes practicantes. “Empezamos a asistir a la escuela coránica desde los cuatro años y conocemos las leyes de la sharía en las que se basa nuestra constitución”, explica Koné. “Por eso, cuando llega alguien con ideas radicales, sabemos a qué nos enfrentamos”.
Los meharistas poseen la misma religión, el mismo idioma y las mismas costumbres que los nómadas con los que se encuentran por el camino. “Los soldados son de esta comunidad”, afirma Koné. “La gente confía en ellos y eso les permite recabar información y datos cruciales inteligencia para el Gobierno”.
El método de los meharistas para reunir información queda patente cuando la brigada de camellos se acerca a la frontera con Malí. De pronto, dos jinetes clavan el talón descalzo en el flanco de sus monturas y se separan del resto al trote para charlar con un pastor que está un poco más lejos. Lo que les cuentan es secreto, dice Messoud. “Los pastores son nuestros ojos y oídos”, explica. “Sus informaciones son fundamentales para saber quién se mueve por la zona fronteriza”.
El grupo espera a sus dos compañeros en una empinada duna de arena. “Ahí está la frontera”, dice Messoud mientras señala unos arbustos en el horizonte. A veces pueden ver a los yihadistas. Hace unos meses vieron unas columnas de humo que se elevaban sobre el lado maliense y se encontraron con unos aldeanos. “Habían tenido que huir porque sus aldeas estaban en llamas”, dice con un suspiro.
Había familias enteras escondidas bajo los escasos arbustos con su ganado y las pertenencias que habían recogido a toda prisa, cuenta Messoud. Hoy ya las han alojado en un campo de refugiados cerca de la ciudad mauritana de Bassikounou.
La gente confía en ellos y eso les permite recabar información y datos cruciales inteligencia para el GobiernoHassane Koné, especialista del Instituto de Estudios de Seguridad de Nuakchot
“Los malienses con los que nos encontramos tienen terror de los yihadistas”, dice Messoud. “Pero también temen al ejército maliense y a sus mercenarios”. Ese terror pone de relieve las diferencias entre Malí y Mauritania: mientras que los ejércitos de otros países del Sahel imponen el poder mediante las armas y la opresión, el Estado mauritano cuida de sus ciudadanos. “Somos soldados, pero también trabajadores humanitarios”.
¿El método de los meharistas podría llevar también la paz a Malí? “No”, responde Messoud categóricamente. “Allí, la guerra ha destruido demasiadas cosas. En Malí es demasiado tarde para aplicar el método mauritano”.
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