Las mujeres de Afganistán, siempre en la encrucijada
Las afganas siempre lo tuvieron complicado. Los lentos avances en materia de género, la desigualdad entre áreas urbanas y rurales, así como la sospecha de que sus derechos puedan haber sido moneda de cambio en las negociaciones de paz con los talibanes evidencian un pasado, presente y futuro difícil para ellas
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Unas horas después de que los talibanes entrasen de manera oficial en Kabul, convocaron una rueda de prensa. “Los derechos de las mujeres y niñas serán respetados en Afganistán dentro de lo que marca la sharía —ley islámica—”, aseguraron. O más bien, matizaban a continuación, de la interpretación que hagan de la misma. El movimiento talibán es un grupo político-militar de Afganistán que entronca su ideología en el salafismo, una corriente del islam de carácter ultraconservador que impone a las mujeres una serie de comportamientos sumisos y las desplaza de la vida pública. De hecho, el régimen que implantaron el país a mediados de los noventa destacó por un marcado carácter misógino. Ahora, las afganas temen que la historia se repita.
Hace 20 años, impusieron a las mujeres un listado de restricciones como la prohibición de salir a la calle sin burka y sin compañía masculina, y tener relación con ningún hombre salvo si era pariente. También prohibieron que las niñas fueran a la escuela y se cerraron muchas de ellas porque las maestras, por su sexo, tenían prohibido trabajar —con la excepción de un puñado de médicas en algunos hospitales de la capital, Kabul—. Incluso pintarse las uñas era delito. Y permitieron e incluso, recomendaron, la violencia contra ellas.
En estas dos primeras semanas de dominio talibán, algunas profesionales en Herat se han quejado de que los talibanes les han impedido entrar a sus puestos de trabajo o a sus clases en la universidad. Las activistas denuncian amenazas y muchas se han recluido en sus casas por miedo. Sin embargo, por el momento parecen hacer una concesión a las trabajadoras humanitarias. “Todavía es muy pronto para saber qué va a pasar”, reconoce Asuntha Charles, directora de la ONG World Vision en Afganistán. “Aunque se nota el miedo en las calles”. Esta organización, que trabaja centrada en la infancia y las familias, mantiene desplegado un equipo de 300 personas de ambos sexos en cuatro provincias. “Los talibanes saben que el trabajo humanitario aquí es importante”, señala.
“Las redes de confianza creadas después de muchos años han permitido que el trabajo humanitario se mantenga”, explica por su parte Blanca Carazo, responsable de Emergencias del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). “Pero el contexto es de mucha incertidumbre y sobre todo, de mucha precaución”. En el caso de esta agencia de la ONU, 400 personas, incluidas mujeres, trabajan repartidas en 13 oficinas por diferentes regiones del país. El contexto de incertidumbre es el que también envuelve a otros sectores, como el sanitario. Las doctoras y enfermeras continúan desempeñando su labor en Kabul aunque, según reconoce el doctor Khali Ahmadi (nombre ficticio) en UN News, la página de noticias oficial de la ONU, están preocupados por el futuro de sus compañeras. “No sabemos si las dejarán seguir trabajando como hasta ahora”.
Las declaraciones del movimiento talibán con respecto a la aceptación de los derechos femeninos infunden poca confianza. Sobre todo en lo concerniente al acceso al empleo y a la educación. “Han dicho que permitirán que las niñas vayan a la escuela, pero habrá que ver a qué maestras dejan ejercer”, reflexiona Carazo. “No sé cómo los talibanes pretenden combinar los derechos humanos con su interpretación del islam”, se pregunta por su parte Charles desde Herat. “Ni qué tipo de educación van a permitir”, añade.
Un contexto de partida ya difícil
La situación de las mujeres en Afganistán sirve para definir la historia contemporánea del país. Durante el siglo XX, fueron de las primeras en conseguir el derecho a voto y en 1964 participaron en la creación de una Constitución que les blindaba el sufragio y les garantizaba educación obligatoria y libertad de trabajo. En esa época, muchas de ellas iban a la moda occidental y compartían espacio con los hombres. En 1979 Afganistán entró en guerra y en el año 1996 el movimiento talibán se hizo con el control del país. Desde entonces, la vida cambió radicalmente para ellas. Y también desde entonces, y por varios motivos, el país arrastra consigo el título de peor país del mundo para nacer mujer.
En 2001, la llegada de las tropas de Estados Unidos seguidas de una coalición internacional provocó la caída del régimen talibán y relegó a sus simpatizantes a las zonas montañosas del país. Dos décadas después se apreciaron algunos avances en materia de género, impulsados por la Constitución de 2004 con el apoyo de la comunidad internacional. Por ejemplo, la integración femenina en el ámbito profesional como maestras, políticas, médicas, juezas, periodistas o policías en las principales ciudades del país. Sin embargo, todas ellas carecen de acceso a una cuenta bancaria propia. Y en general, existe mucho recelo a que una mujer trabaje fuera de casa, tal como concluye un estudio de la Organización Internacional del Trabajo.
El progreso de los derechos de las mujeres ha sido, en realidad, lento. El país ha mantenido uno de los peores índices de acceso a la educación para las chicas, aunque es cierto que las generaciones más jóvenes han mejorado las estadísticas año tras año. “Ahora, el objetivo es que nada de lo conseguido retroceda”, explica Carazo. Por otro lado, un 35% de las afganas se casa antes de los 18 años, lo cual frena cualquier expectativa profesional o personal. De hecho, que esta práctica se amplíe todavía más es otro de los riesgos a los que están expuestas las más jóvenes. “La ideología talibana no es precisamente muy defensora de que las niñas acaben sus estudios antes de casarse”, señala la portavoz de Unicef.
Además, el acceso a servicios sanitarios es deficiente para muchas de ellas: Afganistán es uno de los países del mundo donde se producen más muertes durante o después del parto. Y ni siquiera se libran de la violencia: el 80% de las afganas son víctimas de violencia de género y doméstica, un contexto del que se desprenden terribles relatos de agresiones, traumas psicológicos y suicidios. Son atacadas en la calle y asesinadas en casa.
La brecha urbano-rural: un gran reto para las afganas
La mayor parte de los avances en materia de igualdad llegaron a las capitales, pero apenas se intuyeron en las áreas rurales, mayoritarias en el país y en buena parte bajo dominio o influencia talibán desde varios meses antes de la toma de Kabul. Allí, las mujeres ya contaban con restricciones en la libertad de movimiento, carecían de servicios sanitarios o estaban obligadas a usar burka. A ello se añade la pervivencia de tradiciones muy conservadoras y la inexistencia de la puesta en práctica de medidas políticas para la igualdad, lo que ha aumentado la brecha urbano-rural entre las afganas.
Las mujeres rurales, como en las ciudades, apoyan la educación para sus hijas y la presencia femenina en los espacios públicos. De hecho, el reconocimiento de sus derechos cuenta con respaldo popular: un 85% de más de 4.300 personas de todo Afganistán encuestadas por Asia Group consideraron “muy importante” este asunto en el marco de las conversaciones de paz de otoño de 2020.
Los derechos de las mujeres, pieza de un juego político
En el momento que se fijó en Doha una reunión entre los talibanes y el Gobierno afgano, numerosas voces como la organización Amnistía Internacional pidieron que hubiera presencia de mujeres en las conversaciones. La participación de ellas en los procesos de paz aumenta el éxito de los mismos y está amparada por la resolución 1325 del Consejo de Seguridad de la ONU. De esta manera, por parte del Gobierno afgano fueron cuatro las que formaron parte de una delegación de 21 mediadores. Entre sus demandas, una mayor presencia y participación femenina y también de las minorías en la sociedad civil, tal como recuerdan asociaciones nacionales como la Red de Mujeres Afganas.
Sin embargo, la violencia estancó el proceso y el avance de los talibanes por el país lo ha terminado de clausurar sin acuerdo. Ya en esas reuniones, el grupo radical exhibió su intención de garantizar los derechos de las niñas y las mujeres desde la perspectiva de las leyes islámicas, como posteriormente anunciaron en su reciente rueda de prensa. Pero, por otro lado, tampoco el Gobierno anterior ofrecía confianza. Existen precedentes del sacrificio de sus libertades a cambio de tranquilidad política en Afganistán: en 2012, el presidente Hamid Karzai estableció un código de conducta, para satisfacer así a un Consejo de Ulemas —un influyente grupo de clérigos— del país. Así que, durante las negociaciones, persistió entre las mujeres el miedo a tener que pagar el precio de la paz.
Fawzia Koofi, parlamentaria en Afganistán y una de las políticas que participaron en las conversaciones de paz, se lamenta en declaraciones al periódico The Guardian: “Si Estados Unidos hubiera utilizado todas las fuentes de presión contra los talibanes, creo que habrían llegado a un acuerdo” que garantizara unos mínimos para la población civil. La resiliencia de las afganas emerge, una vez más, como principal defensa. “La comunidad internacional ha realizado mucha inversión en la educación de las jóvenes y hay que mantenerla”, defiende Asuntha Charles, de World Vision.
Si bien para ellas la vida nunca ha sido fácil, ahora la irrupción de los talibanes al poder complica la supervivencia de unos avances que siempre, desde hace 40 años y sin importar quién gobernara, han estado en la encrucijada.
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