Permiso para llorar a un padre
El bienestar emocional y la salud mental de los trabajadores tiene mucho que ver con su rendimiento laboral


“¿Es tiempo suficiente para pasar el duelo de perder a una madre?”. Esta era la pregunta que lanzaba Pablo García del Carrizo en una carta remitida al director de EL PAÍS hace solo unos meses. 200 palabras para constatar una evidencia: no bastan dos días.
Mi padre murió el 5 de septiembre tras una enfermedad que se prolongó durante un año. Los cuidados exigieron recursos, tiempo, presencia y energía. Dejó una viuda de 85 años que había pasado una vida a su lado, cuatro hijas, seis nietos y un agujero enorme y doloroso. Tras su muerte llegaron tanatorios, administradores e impuestos. Todo de forma rápida y mecanizada, como un tajo limpio, sin apenas descanso para sentir la pérdida. Entre la multitud de papeles que manejamos entonces, figuraba la solicitud del permiso de trabajo. Dos días para organizar el sepelio, enterrar y despedirse de un padre. Dos días tasados para estar triste. Dos miserables jornadas laborales. En la ideología de la productividad, la tristeza es una anomalía que no augura nada bueno.
En el ámbito internacional ya se ha dicho que esos días tasados no cumplen con la Carta Social Europea y, en el caso de relaciones laborales cortas, son, además, muy escasas, de manera que la legislación española vulnera el principio de protección efectiva. El Ministerio de Trabajo ha alcanzado un acuerdo con CC OO y UGT para ampliar este permiso, sin el apoyo de la patronal. Según la CEOE, exigir esa ampliación es “hacer política con la muerte”. Se entiende que dejarlo solo en dos días, los justos para las gestiones administrativas, es una apuesta decidida por la cultura de la vida.
En este país algunos no han superado todavía la dinámica empresarial decimonónica que premiaba al trabajador-maquinal y desafecto, impermeable a las emociones y renuente a los cuidados. Un espacio laboral masculinizante, deshumanizado y atrasista, propio del capitalismo industrial descontrolado y la alienación obrera que describía Chaplin en Tiempos Modernos. Los tiempos contemporáneos ya deberían ser otros y, de hecho, en nuestro entorno son otras las coordenadas.
En Portugal, sin ir más lejos, se otorgan hasta 20 días por la muerte de un cónyuge o un hijo, 5 para padres y suegros, y 2 para hermanos o abuelos. En Francia son 12 días por la experiencia traumática de enterrar a un hijo (14 si se trata de un menor de 25 años). Bélgica se sitúa en esta misma línea. En Europa hay también países en los que el derecho al duelo no está regulado, pero está protegido en convenios que suelen ofrecer mayor protección de la que se ofrece hoy en España.
Lo que quiere el Ministerio de Trabajo es alinear nuestro derecho laboral con esos estándares europeos más protectores. Se piden 10 días para vivir el duelo asumiendo que se puedan distribuir a lo largo de cuatro semanas dado que, como es lógico, los sistemas progresivos y flexibles son más realistas y empáticos. Se incluye, además, un permiso de 15 días para cuidados paliativos y uno de un día para acompañar una eutanasia.
La propuesta del Gobierno crea, así, un paquete integral de cuidados paliativos, eutanasia y reducción de jornada que nos podría situar en la vanguardia europea en derechos de conciliación. Y al regular por ley un mínimo garantizado, protege, además, al conjunto de los trabajadores, encuentren o no amparo en un convenio colectivo. La idea es que el permiso por duelo se considere un estándar básico de bienestar laboral y que su regulación se asimile a la de la baja por maternidad, por ejemplo.
Sin embargo, por lo que parece, la CEOE sigue obcecada con un supuesto cálculo de costes numéricos y su consuetudinaria desconfianza hacia los trabajadores; trabajadores viudos, padres y madres que han perdido a sus hijos, que eventualmente podrían hacer un uso abusivo de las licencias y practicar el absentismo. Cualquiera que no pase página tras el entierro de un familiar es objeto de sospecha. Lamentablemente, hace tiempo que la patronal ve ausencias fraudulentas por todas partes.
En fin, esta visión empresarial reduce la ejecución del trabajo a un asiento contable y considera, absurdamente, que el bienestar emocional y la salud mental de los trabajadores no tienen nada que ver con su rendimiento laboral. Es más, Garamendi está convencido de que en España falta “cultura del esfuerzo” y capacidad de sacrificio. Se sufre poco.
El “espíritu” de la patronal es el de convertir el trabajo en una vocación, una especie de entrega ascética en la que se ignoren las condiciones materiales. La lucha de los trabajadores debe ser, en cambio, la de señalar y mejorar esas condiciones incorporando a las relaciones laborales la lógica de los cuidados, las emociones y los afectos. Resulta que no somos seres bicéfalos en los que puedan separarse radicalmente la vida y el trabajo.
La relevancia del vínculo debe tener una dimensión social y laboral, no solo psicológica y emocional. Y si el derecho al duelo exige más tiempo para el adiós, todos debemos hacernos responsables.
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