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tribuna
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La IA no reemplaza al radiólogo

Una paradoja de hace 160 años explica por qué en lugar de sustituir a los profesionales, las tecnologías de diagnósticos por imagen hacen que se necesiten más

Marta Peirano

El primero en darse cuenta fue William Stanley Jevons, en plena Segunda Revolución Industrial. Londres era el centro del mundo, y la economía británica crecía desenfrenada, con el telégrafo y las nuevas rutas de transporte expandiendo su influencia incluso más allá de las colonias. En tres décadas, la población del Reino Unido se había duplicado y había triplicado su PIB. Iban como un tiro, pero tenían un problema: toda su economía dependía del carbón. Las máquinas que aceleraban la industria textil; la producción de hierro y acero. Los barcos y ferrocarriles. Hasta la primera línea telegráfica pública que coordinaba los trenes del Great Western Railway, entre Paddington y West Drayton. Por no hablar de la calefacción. Todos los economistas del imperio, incluido Jevons, se estaban preguntando lo mismo: ¿Qué pasará cuando se acabe el carbón? ¿Es sensato permitir que la industria crezca por encima de nuestra capacidad energética de mantenerla funcionando? Sólo Jevons se dio cuenta de un detalle: diseñar máquinas más eficientes no resuelve el problema. Al contrario: cuanto más eficientes eran las máquinas, más demanda había de carbón.

La eficiencia de las máquinas de vapor hizo que usarlas fuese más barato para el resto de industrias, que compraron más máquinas, aumentando la demanda de carbón. Pero después pasó lo mismo con los coches. Cuando se vuelven más eficientes y gastan menos gasolina, conducir se vuelve más barato y la gente conduce más y se va a vivir más lejos (los suburbios). También usa menos el transporte público y el servicio se degrada, aumentando la necesidad de tener coche para todos los demás. Y lo mismo con los electrodomésticos.

La lavadora, la aspiradora y el lavaplatos nunca cumplieron su promesa de liberarnos del trabajo doméstico. Cuando fueron más pequeñas, baratas y eficientes, todo el mundo se compró una, aumentando las expectativas de limpieza y de frecuencia. Como explica Helen Hester en Después del trabajo (Caja Negra, 2024), los electrodomésticos nos han hecho limpiar la casa y lavar la ropa mucho más a menudo, sacrificando más tiempo físico y mental. Y vida social, porque abandonamos alternativas como los comedores colectivos, las lavanderías públicas o la posibilidad de tener un par de lavadoras en el sótano y negociar su uso con la comunidad. Y lo mismo pasa con máquinas de imagen diagnóstica. En lugar de liberar a los médicos, han aumentado la necesidad de radiólogos. ¡Paradoja de Jevons!

Con la tecnología de los diagnósticos por imagen (radiografías, TAC/CT, resonancia magnética/MRI, ecografía/ultrasonido), la paradoja se cumple por partida doble, porque no solo son más baratos y eficientes que antes. Los sistemas de rayos X analógicos emitían una cantidad relativamente alta de radiación, lo que exigía un uso muy prudente. Las nuevas soluciones computarizadas y digitales ofrecen mucha mejor calidad diagnóstica con menos de la mitad de radiación. La industria tecnológica lleva décadas asegurando que son más baratas y fiables que un médico, porque saben reconocer una anomalía sin tener que reconocer al paciente. No hace falta ser un lince para saber a dónde lleva esa ecuación.

Más importante aún, las máquinas hablan el lenguaje de las máquinas. Esto favorece un análisis automático de anomalías, a partir de software entrenado ad hoc, pero también una gestión de datos que quedan preparados y universalizados para su extracción directa, análisis estadístico y entrenamiento de modelos de IA. De momento, los humanos necesitamos un traductor. Un especialista que nombre y explique las cosas, que quiera identificar la causas, y prevenir su complicación. El diagnóstico facilita pero no sustituye los cuidados. La máquina no sustituye al doctor.

La paradoja de Jevons ha cumplido 160 años en perfecto estado de salud. Es la sombra que proyecta la Nube mientras expande sus centros de datos por toda la superficie del planeta. Google y Meta y Amazon aseguran que son más eficientes cada día; pero eso solo hace que sean más baratos y los quiera más gente. Lo que decía Jevons en su libro de 1865, La cuestión del carbón: “Cada mejora en la eficiencia del uso del carbón [o cualquier energía] tiende a aumentar, y no a disminuir, el consumo total”. ¿Qué pasará cuando se acabe el petróleo, el agua, el litio, el cobre, las tierras raras y el suelo que necesita esta nueva máquina para funcionar?

¿Qué hizo Inglaterra para resolver el problema? Acelerar la extracción. Abrió nuevas minas en el norte de Inglaterra, Gales y Escocia. Importó carbón de otras regiones del Imperio, como la India y Australia, estableciendo rutas comerciales para garantizarse el suministro. Después llegaron otras máquinas y otras fuentes energéticas, como el gas y el petróleo, y el control por los territorios ricos en recursos energéticos y materias primas volvió a reconfigurar el mundo. Las máquinas fueron más y más eficientes, hasta llegar a la Era de la Información. Sin embargo, la paradoja: según la Agencia Internacional de la Energía (IEA), el año pasado el consumo global alcanzó una cifra récord de aproximadamente 8.800 millones de toneladas de carbón. Ahora que se acaba el planeta mismo, con su agua y su oxígeno y sus deliciosas condiciones de habitabilidad, el Imperio es un puñado de multimillonarios que piensan que pueden sobrevivir al apocalipsis con un búnker y cambiar al médico por un fotomatón.

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Sobre la firma

Marta Peirano
Escritora e investigadora especializada en tecnología y poder. Es analista de EL PAÍS y RNE. Sus libros más recientes son 'El enemigo conoce el sistema. Manipulación de ideas, personas e influencias después de la economía de la atención' y 'Contra el futuro. Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático'.
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