Futuros amenazados, presentes perturbados
No se confía en el porvenir como lugar de compensación de las actuales renuncias; el único tiempo de gratificación es hoy
La política es el intento de equilibrar los riesgos del futuro con las premuras del presente, los intereses de las generaciones venideras con las actuales, las escuelas y las residencias, las amenazas posibles con los apuros reales, el fin del mundo con el fin de mes. El problema es que ese futuro al que nos encaminamos es un desastre, pero seguimos aferrados a un presente que no estamos dispuestos a sacrificar para hacer ...
La política es el intento de equilibrar los riesgos del futuro con las premuras del presente, los intereses de las generaciones venideras con las actuales, las escuelas y las residencias, las amenazas posibles con los apuros reales, el fin del mundo con el fin de mes. El problema es que ese futuro al que nos encaminamos es un desastre, pero seguimos aferrados a un presente que no estamos dispuestos a sacrificar para hacer viable un futuro incierto e incalculable.
A principios de este siglo, el sociólogo Bruno Latour anunciaba el surgimiento de una “clase ecológica”, un grupo que se movilizaría en defensa del futuro al igual que la clase trabajadora por sus derechos. Lo que hoy observamos es que está ganando significación un sujeto político que se afirma contra los imperativos ecológicos y, en general, contra la prevalencia del futuro. El actual paisaje político se caracteriza por la retirada progresiva de apoyo a medidas de salvaguardia del futuro a costa del presente, sea en materia de pensiones o de políticas medioambientales.
Las protestas de los chalecos amarillos en Francia en 2018 contra la subida del precio del diésel o la prohibición de los pesticidas marcaron un punto de inflexión a este respecto. Más allá de su dimensión económica, el malestar responde a la percepción de que se están cuestionando ciertas formas de vida; los intereses heterogéneos coinciden en la autodefensa del modelo de vida, producción y consumo propio del periodo de crecimiento de la segunda mitad del siglo XX. Los agricultores hacen valer la tierra, pero no en un sentido ecológico sino identitario. Su resistencia es un caso concreto de ese miedo general a la propia continuidad y a la pérdida de futuro (oficios, lugares, generaciones, competencias, culturas) que se vive también en otros espacios sociales y que une en la misma inquietud a quienes recelan de la transformación ecológica y a quienes temen la furia destructiva de la disrupción tecnológica.
El núcleo de la cuestión es que el arreglo de problemas sistémicos es percibido como una amenaza a ciertas formas de vida; se ha desacoplado el presente vital de la gente de los problemas, imperativos y promesas que se refieren al futuro. Pensemos en la reivindicación de libertad que ciertos actores políticos y sectores de la población han hecho valer contra nuestras obligaciones respecto de lo común, en materia ecológica o sanitaria. Armados con esta idea unilateral de libertad subjetiva, los diversos actores políticos pueden defender casi cualquier cosa como un gesto de rebeldía y autenticidad: desde el petróleo a los derechos de los automovilistas, el consumo ilimitado de carne y las cervezas.
El éxito electoral de Trump se explica en buena parte por haber asegurado la continuidad de las industrias de los combustibles fósiles y del carbón o la cultura del automóvil en ciertas regiones o determinados sectores de la población donde todo esto se había convertido en una cuestión identitaria, en algo propio del american way of life. El mensaje del movimiento MAGA es que alguien está tratando de modificar las evidencias culturales de una identidad que se supone compacta: la familia, las formas de producción y consumo, la religión entendida como solidaridad con el compatriota y cimiento de la nación, un confortable pasado y presente, una normalidad acosada, una inmigración que aumenta la extrañeza de la sociedad.
Es verdad que no nos faltan datos y evidencias acerca del futuro catastrófico que se seguiría de no llevar a cabo las transformaciones necesarias; lo que parecemos desconocer es la condición humana, la limitada capacidad de modificación que tienen esas evidencias sobre nuestra conducta. Se sigue pensando que los humanos reconocemos con facilidad lo que hay que hacer y abandonamos con la misma facilidad aquello a lo que estamos acostumbrados. Eso que llamamos negacionismo climático es un fenómeno más complejo que lo que da a entender la habitual contienda ideológica. Nos resulta más cómodo pensar que esa resistencia se debe a la estupidez o la maldad que entenderla como resultado de nuestra limitada condición, especialmente cuando están en juego esas dos dimensiones que no manejamos demasiado bien: los cálculos acerca del futuro y el cambio de hábitos.
La principal explicación de la debilidad de esos futuros presagiados es que no se confía en el futuro como lugar de compensación de las actuales renuncias; el único tiempo de gratificación es el presente. Ha perdido credibilidad el cálculo de ganancias futuras. El pesticida que hoy se prohíbe es más relevante que una intangible biodiversidad cuyos benéficos efectos se presentan en términos de sostenibilidad, es decir, como provecho futuro de otros. Los bienes futuros o los males distantes no tienen la fuerza movilizadora suficiente para privarse de las ventajas actuales o para modificar prácticas consolidadas que afectan a las identidades y modos de vida.
Quien está convencido de que mañana será mejor que hoy puede aceptar determinados sacrificios e injusticias en el presente; cuando esa promesa deja de ser verosímil, se retira también la legitimidad a la situación presente y se desconfía de los llamamientos a la transformación. Al decaer la expectativa de un futuro mejor, la realidad presente se repolitiza; ya no resulta aceptable una compensación futura inverosímil para el malestar presente.
Hay otra explicación añadida a esta reticencia frente a la transformación y que tiene que ver con el cansancio que ha producido el modo de gestionar la larga serie de crisis de este comienzo de siglo. El argumento para justificar esa gestión ha sido apelar a la sostenibilidad (del sistema financiero, de la salud pública, de las prestaciones del Estado), es decir, en favor de un futuro que carga sobre el presente, pero la ciudadanía lo vive de otra manera. Las sucesivas crisis padecidas han ejercido una fuerte presión de adaptación y resiliencia sobre los individuos.
Las reformas del Estado de bienestar han consistido en descargar sobre los individuos una responsabilidad que era asumida hasta ahora fundamentalmente por el Estado. Los individuos son obligados cada vez más a absorber el peso de las adaptaciones necesarias para la estabilidad del sistema. En la crisis económica los bancos fueron rescatados con dinero público, es decir, a costa de las personas; las estrategias de privatización de servicios públicos alivian al Estado, pero empeoran las prestaciones o las encarecen; no considerar la vivienda como un derecho termina convirtiéndola en algo inasequible para muchos; buena parte de las medidas de resolución de las crisis se apoyan en la restricción de libertades individuales (de movilidad, consumo, limitación del crédito...), lo que nos ha acostumbrado a ser destinatarios de exigencias y obligaciones. Todo esto produce una fatiga que explicaría el hecho de que buena parte de la sociedad reciba con agrado llamamientos irresponsables de ciertos líderes políticos a ejercer una libertad individual en detrimento de las obligaciones comunes.
Muchos de los fenómenos políticos que nos inquietan, como el auge de la ultraderecha, se han alimentado del cansancio que produce esta sobrecarga individual. Si a esto se añade la presión de un entorno competitivo y engañosamente meritocrático, la precarización y vulnerabilidad que tienen consecuencias en la salud mental y la debilidad de las instituciones intermediadoras que absorbían buena parte de las tensiones de la vida contemporánea, tenemos el terreno abonado para un nuevo tipo de conflictos: la afirmación de un presente insostenible implica una ceguera respecto de sus consecuencias negativas en el futuro, pero quienes abogan por ese futuro no han conseguido hacerlo verosímil en el presente.