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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Afganistán: mujeres condenadas a la oscuridad en medio de la tragedia

El ‘apartheid’ de género de los talibanes deja morir a las mujeres sin atención médica o bajo los escombros de un terremoto

No se vieron imágenes de mujeres sacadas de los escombros del terrible terremoto que sacudió varias ciudades de Afganistán el 31 de agosto. Las mujeres heridas quedaron abandonadas porque los rescatistas varones no podían tocarlas: lo prohíbe la absurda ley del “no mahram” (no pueden hablar con ellas ni tocarlas los varones que no sean familiares cercanos o maridos). Tampoco había suficientes médicas ni enfermeras, porque durante años se les ha impedido estudiar y trabajar. Así, muchas mujeres atrapadas bajo los cascotes murieron no solo por la fuerza de la tierra, sino por la violencia de un régimen que les niega hasta la opción de ser rescatadas tras una catástrofe. ¿Qué mayor crueldad puede existir que ver a tu madre o a tu hija agonizando a pocos metros, mientras un hombre preparado para socorrerla no se atreve a extender la mano por miedo a ser castigado? Esta es la dimensión de la barbarie que sufren las mujeres afganas, condenadas a la oscuridad y el silencio en todos los aspectos de sus vidas.

Tras 48 horas del apagón total de internet decretado por los talibanes, estos decidieron devolver nuevamente la conexión en Afganistán. Pero con este gesto no han devuelto a las afganas ese pequeño y único resquicio de libertad y conexión con el mundo que les quedaba: en todas las mezquitas del país, los líderes religiosos han recibido la orden de imponer a los hombres que retiren los teléfonos móviles de las manos de las mujeres. Quieren que la población vuelva a conectarse, pero que las mujeres sigan aisladas, sin voz ni acceso al mundo.

Mientras tanto, el ministro de Exteriores del régimen, Amir Khan Muttaqi, viaja a la India buscando reconocimiento internacional. En su visita, prohibió cualquier presencia o representación femenina en los actos oficiales. Y su petición fue complacida por las autoridades del país anfitrión. Los talibanes no solo oprimen a las mujeres afganas: pretenden exportar su modelo de oscuridad a otros países donde las mujeres viven con libertad.

Estos hechos confirman su estrategia: controlar, borrar y someter. Las mujeres no deben ver, ni ser vistas; no deben hablar, ni ser escuchadas. Suprimir para todas ellas la educación, el trabajo y la comunicación es el camino hacia un país donde la mitad de la población desaparece tras un velo impuesto por el miedo.

Hoy, ser mujer en Afganistán es vivir en una cárcel sin muros. Es ser obligada a casarte con un hombre que no elegiste, ver cómo tus sueños se reducen a la servidumbre doméstica. Las escuelas se han convertido en templos cerrados a las niñas, que miran con nostalgia las puertas que ya no pueden cruzar. Una niña sin escuela es una semilla condenada a no crecer, y ningún país florece cortando el agua a sus hijas.

El trabajo, que para muchas mujeres era un derecho conquistado, también les ha sido arrebatado. Médicas, profesoras, abogadas, trabajadoras humanitarias… todas han sido expulsadas de los espacios de servicio y dignidad que tanto costó alcanzar.

Y cuando parecía que ya no podían arrebatarles nada más, la tragedia natural del reciente terremoto mostró la magnitud de la crueldad del país con sus mujeres.

Hoy, en los hospitales de todo el país, miles de afganas permanecen desatendidas. Muchas no pueden recibir tratamiento o ser dadas de alta porque no hay personal femenino disponible. No pueden ser tratadas por hombres, pero al mismo tiempo las mujeres tienen prohibido estudiar ni formarse, y también trabajar.

En Afganistán, hasta la maternidad se ha convertido en un campo de batalla más, donde la vida y la muerte dependen de leyes crueles dictadas por hombres. Quedarse embarazada se ha convertido en una posible condena: cientos de afganas mueren cada mes durante el parto, y no por falta de recursos, sino por las barreras impuestas por el propio régimen. No es difícil imaginar la violencia de todo tipo, también sexual, que soportan las mujeres bajo el terror talibán. Sin posibilidad de comunicarse con sus familias ni para pedir auxilio, muchas de ellas mueren tratando de abortar sin las condiciones adecuadas cuando saben que en su vientre crece una niña. Quieren evitarles a sus hijas el sufrimiento de ser mujer en su país. Si nacen sanas, muchos padres harán lo posible para que la niña muera.

El silencio que cubre estas tragedias es la forma más cruel de violencia. Las que se atreven a alzar la voz son golpeadas, encarceladas o, simplemente, desaparecen. Pero incluso bajo esta cruenta oscuridad, ellas resisten: escondiendo libros bajo las almohadas, enseñando a leer a sus hijas en la clandestinidad, compartiendo conocimientos entre susurros.

La resistencia de las mujeres afganas es silenciosa, pero poderosa. Es la llama que sigue ardiendo bajo las brasas, el hilo que mantiene viva la esperanza. Los talibanes pueden imponer leyes, levantar muros y cerrar puertas, pero no podrán matar jamás el sueño de libertad que las mujeres afganas llevan escrito en la piel y en la memoria.

Ninguna sociedad será libre mientras las mujeres sean esclavas.

Ningún país podrá avanzar mientras la mitad de su población esté encarcelada en sus casas.

Afganistán solo será libre cuando sus mujeres puedan ser libres.

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