No respetan nuestras tetas
¿Importamos las mujeres más allá de como fuerza laboral, agentes reproductores y estadística a la que rogarle el voto cuando hay elecciones?


Cualquiera que viva en Andalucía sabe que la sanidad pública aquí está sufriendo un enorme deterioro. Para ver a mi médico de cabecera, normalmente tengo que esperar entre siete y diez días, con lo cual, cuando la situación es grave ―una infección, por ejemplo― me veo obligada a acudir a las urgencias de un hospital donde el tiempo se eterniza hasta que llega la receta del antibiótico. Las listas de espera para operaciones son insostenibles, las derivaciones al especialista demoran meses que el cuerpo enfermo no soporta, y todavía tenemos suerte quienes residimos en ciudades: este verano, la Junta cerró el 75% de los centros de salud por la tarde. Yo me acordaba entonces de mi pueblo ―Castro del Río, Córdoba―, con una población tan envejecida que precisa cuidados constantes, y que en su mayoría no conduce ni cuenta con otra alternativa médica en las inmediaciones. La crisis de los cribados por el cáncer de mama que, según ha informado este periódico, afecta al menos a 2.000 mujeres actúa así como la demolición parcial de un edificio cuyas grietas ya sufríamos todos los andaluces, fracturas que atestiguan otras piezas del puzle: el trasvase de varios cientos de millones de euros a la privada, o la rotación frecuente en la Consejería de Sanidad. Faltan profesionales; sobran leyes como la 15/1997 ―que permitió los conciertos y abrió la puerta a esta debacle―; falta, sobre todo, una voluntad política que anteponga la vida al lucro y respete a la ciudadanía.
Me palpo ambos pechos con estupor y rabia. Hace un año, un dolor punzante en el seno izquierdo desató mis sospechas y fui corriendo a hacerme pruebas, con la fortuna de que al final los culpables resultaron ser dos quistes benignos que se inflan o encogen según el momento de ciclo menstrual. Pero estos días me he quedado pensando si no habría podido ser yo una de esas señoras damnificadas por la ineptitud de algunos, y qué valor se atribuye a nuestras tetas. A veces sexualizadas; otras, la libertad guiando al pueblo; fuente nutricia para bebés o abanderadas del placer erótico, perturban cuando se transforman en reivindicación política, como nos ha demostrado durante décadas el feminismo. Que el escándalo se haya desatado en nuestros bustos añade una dimensión simbólica de género a un fenómeno relacionado con dinámicas universales: el hecho de que el tratamiento de la vida haya descendido a niveles que no se corresponden con los derechos humanos. Así, esta crisis andaluza evoca un fuerte componente machista que han señalado explícitamente las pancartas de las manifestaciones recientes, en las cuales podía leerse el mensaje: “Las vidas de las mujeres importan”. El Blacklivesmatter nos ha prestado un lema que apunta a la discriminación de las minorías, con la excepción de que nosotras somos el 50%.
Pero, ¿importan?, ¿importamos más allá de como fuerza laboral, agentes reproductores, estadística a la que rogarle el voto cuando hay elecciones para después utilizar la soberanía transferida en nuestro detrimento? A simple vista, no parece que nuestra relevancia se extienda más allá de un lacito rosa, pero debe quedar claro que esa minorización de la población femenina obedece a un cambio de paradigma global basado en la ruptura de consensos sobre el significado de lo humano, por el cual la producción de víctimas alberga un efecto multiplicador. Este apunta, entre otras cosas, al desmantelamiento del Estado del bienestar y la priorización del beneficio económico sobre todas las cosas. La sanidad pública, eje crucial de dicho Estado, cumple el papel de garantizar una igualdad constitucional, contribuye a mantener los precios de la privada a raya y, en su gratuidad reside la justicia de considerar al enfermo como paciente en lugar de cliente. Representa justo lo contrario al sistema estadounidense, donde el elevado e ineficiente gasto público no impide que cada año se declaren en bancarrota medio millón aproximado de ciudadanos ―incapaces de pagar las facturas médicas―; se cronifican dolencias curables para fidelizar los pagos (cuando no se fabrican epidemias como la de los opiáceos); y eso produce una desconfianza tal que muchas personas directamente evitan ponerse en manos de un facultativo cuando lo necesitan. Allí, podría argumentarse, tampoco se respetan nuestras tetas, ni nuestros úteros, dada la derogación del derecho al aborto a nivel federal en 2022.
Pues bien, si ese es el modelo que la mayoría del electorado desea, entonces quizá deberíamos replantearnos nuestra percepción de la condición humana; reavivar los debates sobre sadomasoquismo ―que el pensador Erich Fromm identificó como el germen del nazismo―; e incluso asomarnos a la realidad de una potencia que, a pesar de su hegemonía, nunca logró desarrollar una estructura social tan equitativa, tan eficaz como la que nos están robando. En las protestas de esas mujeres andaluzas exigiendo dignidad para sus pechos habita el clamor de quien pretende parar el desmoronamiento de todo lo que un día fuimos capaces de construir y ahora está siendo malvendido. Que la capacidad colectiva de escucha las acompañe, porque hay veces que en una teta puede caber el mundo.
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