El lujo nos hará pobres
En España se está acelerando la oferta de consumo para multimillonarios, y eso tiene consecuencias para toda la ciudadanía


Bocadillo de salmón ahumado y copita de champán. Colas en las boutiques por un luisvi. Manicura con oro y caviar. Algunos barrios de las metrópolis más importantes del mundo ofrecen prácticamente lo mismo y a los mismos desorbitados precios. Y las ciudades españolas —especialmente Barcelona y Madrid— se han apuntado al tren del lujo, ya sea ostentoso o silencioso.
No es una novedad: el posicionamiento de España ofertando opciones para la élite que consume lujo no es nuevo, pero hay señales que demuestran su aceleración. En 2014, el aeropuerto Adolfo Suarez Madrid-Barajas abrió la mayor tienda de Europa de artículos de lujo en aeropuertos, y la quinta del mundo. En 2021 reabrió el hotel Ritz, ahora Mandarin Oriental Ritz, uno de los pocos hoteles del mundo que podría entrar en la categoría de superlujo. ¿Y eso qué es? El superlujo es una categoría social relativamente nueva en España: exclusividad, privacidad y estatus, algo supuestamente imposible de replicar y que parece ser que no se compra solo con dinero. Al mismo tiempo, en Barcelona y según el sector, la capital se ha posicionado como un destino de compras a escala internacional a la altura de ciudades como Milán, Londres o París.
Las ciudades mutan a esta nueva realidad, algunos la disfrutan y todos la contemplamos. En algunos casos esta nueva existencia parece deudora de la estética bling bling de Dubai —bien lo sabe Georgina, que nos muestra un diamante del tamaño de una nuez en su Instagram— y otras veces lo es del monocromático y sobrio color café con leche de Park Avenue. Pero lo cierto es que el lujo o el super lujo traen consecuencias para toda la ciudadanía. Aunque no nos importe lo más mínimo, el lujo nos afecta.
Como explica el economista Thomas Pikkety, tras la Segunda Guerra Mundial, la desigualdad se redujo gracias a impuestos altos a las grandes fortunas, las políticas de bienestar y crecimiento económico compartido. Pero desde los años 80, con la desregulación y la globalización financiera, los ingresos del capital, ya sea en acciones, rentas o herencias, han vuelto a crecer mucho más rápido que los salarios. Esto ha provocado que una minoría —el 1% más rico— concentre cada vez más riqueza.
El fenómeno se entiende como plutocracia, una oligarquía de los ricos. En Plutocrats, la académica y política canadiense Chrystia Freeland analiza el auge de una nueva élite global: los multimillonarios que concentran poder económico y político sin precedentes. A diferencia de las viejas aristocracias, estos plutócratas no dependen de títulos nobiliarios ni de herencias tradicionales, sino de la globalización financiera, la tecnología y la capacidad de aprovechar redes internacionales. Freeland muestra cómo esta élite comparte más intereses entre sí que con las clases medias de sus propios países, configurando un mundo donde las fronteras importan menos que el acceso a capital y a círculos exclusivos.
La cultura pop reconoce a esta élite como un nuevo fenómeno y retrata sus internas vitales. El auge de los superricos nos llega en la ficción a través de las cascadas noruegas y los mega yates en Succession, en la telerrealidad a través de la franquicia The Real Housewives, una interminable saga de esposas ricas, o incluso en su faceta más existencial en estrenos cinematográficos como The Materialists: ¿debe Dakota Johnson casarse con el chico al que ama y es pobre o con el multimillonario (bautizado como “unicornio”) Pedro Pascal?
Esa es la consecuencia más anecdótica del lujo. Hay, por supuesto,consecuencias sociales y políticas de esta concentración de riqueza. La creciente brecha entre los ultrarricos y el resto, como demuestran los datos, alimenta tensiones democráticas, debilita las instituciones públicas y erosiona la convivencia ciudadana. El capitalismo contemporáneo ha mutado: los beneficios están cada vez más concentrados en esa plutocracia, mientras el resto de la sociedad enfrenta cada vez más precariedad y pobreza. El ejemplo más claro es el de la ciudad de Nueva York, la que acumula más ricos del mundo y que en 2013 una de cada cuatro familias vivía en albergues incluyendo a adultos con empleo. Diez años después, un millón y medio de personas en la ciudad vive por debajo del nivel oficial de pobreza federal.
Lo cierto es que la política de incentivar a las grandes fortunas a gastar en nuestras ciudades no implica necesariamente que la riqueza milagrosamente riegue nuestras aceras. Pese a venderse como imán para el turismo “de calidad”, un eufemismo común para hablar de lujo, con grandes construcciones hoteleras y promocionar la milla de oro o grandes regatas internacionales, Madrid y Barcelona sobresalen como las ciudades más desiguales en términos de brecha económica urbana. El índice Gini, que cuantifica la desigualdad de ingresos en una población, en la ciudad de Madrid alcanza aproximadamente el 31%, el más alto de España, mientras que más de 1,3 millones de madrileños están en riesgo de pobreza, y uno de cada cinco gana menos de 500 euros al mes. En Barcelona, la tasa de riesgo de pobreza infantil es del 28%, y si se descuentan los gastos de vivienda de los ingresos de las familias con niños, la pobreza infantil se dispara, ya que alcanzaría el 45%.
Sí, el gasto en vivienda. Si las ciudades optan por un lujo desorbitado y son cada vez más desiguales, nadie puede habitarlas. Cada vez es más común que aquellos con rentas más bajas tarden una entre una y dos horas en llegar a su puesto de trabajo, ya que no pueden residir en zona urbana. El tiempo y el techo han pasado de ser un derecho a un lujo.
Conocemos de sobra los principales problemas de acceso a la vivienda de la población en España: los precios elevadísimos tanto en compra como en alquiler, la falta de vivienda pública y la especulación con el suelo, entre otros. Pero no se habla tanto de este pez que se muerde la cola: la desigualdad estructural genera desigualdad entre generaciones, y una nueva estirpe, la del rentista por herencia y el pobre por falta de suelo heredado. Ante eso, las nuevas ciudades del lujo solo son habitables para los primeros.
Frente a estos fenómenos, resulta impactante la actitud de algunos políticos que no parecen gobernar para todos sino solo para algunos. Recientemente, la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, atacó a la Agencia Tributaria, tildando a la institución como “máquina de expulsar fortunas, inversiones y propiedad”. Ese relato, construido para desviar la atención sobre los escándalos financieros que persiguen a su pareja, deja de lado que la manera de atraer capital de la Comunidad de Madrid en la última década ha pasado por perdonar más de 10.000 millones de euros a las grandes fortunas. Tal es así que el Instituto de Estudios Fiscales alertaba de que casi la mitad de los más ricos de nuestro país que se mudan decide irse a vivir a la Comunidad de Madrid por sus ventajas fiscales. El cuento de la derecha de que España representa un “infierno fiscal”, por tanto, no se sostiene.
Aún así, pervive la narración de que ante la pobreza y el lujo desorbitado existe un método de inclusión: la del mago criptobro, especulador y libertario, que te ofrece rentabilidad rápida a ti, solo a ti. La cultura del esfuerzo y el logro se sustituye por la volatilidad tecnológica. Ahora ves la bolita, ahora no la ves. Por supuesto, hay otras salidas. Habrá que ir desgranándolas antes de que el lodazal nos ahogue y el brillo de oropeles nos ciegue.
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