Los políticos viejos y la osadía de la edad
Parece que, cada vez en mayor medida, nos rendimos ante líderes mayores que actúan sin miedo y sin ataduras; estamos viviendo algo muy nuevo sin que nos haya dado tiempo a asumirlo


Donald Trump tiene 78 años. En junio, cumplirá 79. Nadie le llama abuelo. Nadie le llama siquiera viejo. En 2015, me eligieron alcaldesa de Madrid. Solo tenía 71. A unos con cariño, y a otros no tanto, enseguida les salió llamarme abuela. Desde la extrema derecha algunos me quisieron incluso insultar, tildándome de vieja. Seguramente influyó lo de ser mujer, una entrometida en la política, ¡y a su edad!
En 10 años el mundo ha cambiado. De un lado, el contexto: el aumento de la longevidad. De otro lado, y específicamente, la irrupción de políticos ancianos.
Aunque aún sea un privilegio del mundo más desarrollado, la esperanza de vida ha alcanzado metas hasta hace poco inimaginables. Los mayores pasamos a ser un grupo social transversal cuyo porcentaje respecto al total crece por encima de los otros grupos de edad. Aunque solo fuera por nuestro peso relativo, hemos pasado de lastre a un también relativo protagonismo, con el papel preponderante de las pensiones. Más allá, sin embargo, de su peso demográfico, la longevidad ha permitido que la llamada tercera edad, con su salida de la actividad formal, empiece a desarrollar una renovada “actividad”. Actividad “alternativa” que apunta su gran capacidad, aún latente y nada paradójica, que debería contar con un reconocimiento e impulso públicos de los que ahora carece.
Salvo que procedamos a la “desjubilación”, como yo he hecho, los mayores realizamos actividades fuera del cómputo del PIB. Ahí está un tanto por ciento no despreciable en el voluntariado (Cruz Roja, Bancos de Alimentos y otros muchos lugares) y la cascada de cuidados en lo doméstico de los aún más viejos (ya no es sorprendente encontrar a mayores de 65 cuidando a sus padres de 80 o 90) y por supuesto de los nietos y hasta los bisnietos, contribuyendo con la pensión al sustento familiar en momentos de crisis. Estar fuera de lo que contabiliza la economía es consecuencia de la rigidez burocrática de la situación de jubilación que, al impedir trabajar a los jubilados, tiende a despreciar, y desperdicia, el talento sénior.
Los viejos, gracias a encomiables sistemas sanitarios, podemos ofrecer experiencia y sabiduría. Somos un interesante GPS. Se nos cierran muchas puertas por desconfianza y con el pretexto de dejar nuevos puestos de trabajo a los jóvenes. Y ello se hace sin reflexionar que hay determinados tipos de trabajo que exigirían perfiles complementarios de los que buscamos para los jóvenes. Recuerdo haber conocido, hace ya unos años, una plataforma de préstamos privados apoyada a la vez en antiguos profesionales bancarios y en jóvenes expertos en todo tipo de invenciones tecnológicas. En la complementariedad quizás se inserta el recurso a los mayores para dirigir los países.
Parece que, cada vez en mayor medida, nos rendimos ante los líderes mayores. El presidente Joe Biden (82 años) ya lo era y, desgraciadamente, había dado síntomas de senectud. No siempre es así. Al revés, ahora ya es cada vez menos frecuente. Estamos viviendo algo muy nuevo sin que nos haya dado tiempo a asumirlo. Apenas se ha encontrado la respuesta a la nueva longevidad, más allá de que se da a la ampliación de la capacidad de consumo de los mayores. En el mundo occidental, se están alcanzando unos niveles de longevidad inauditos hasta hace bien poco. En ese marco, surgen líderes mayores, incluso ancianos.
Resulta quizás algo nuevo, aunque se encuentran notables antecedentes. Ancestralmente, se reverenciaba a los más ancianos de la tribu, cuya edad, que se asociaba a sabiduría, ahora nos resultaría casi juvenil. Referentes más próximos los encontraríamos también en personajes históricos cuya trayectoria de resistencia los llevó a liderar procesos de transformación democrática, diametral y precisamente contrarios a los que hoy pueda estar acometiendo Trump.
Hoy día, los demócratas temblamos ante la eficaz, grosera y cruel osadía de Trump, empeñado en destrozar las estructuras democráticas tradicionales. Nos preguntamos con perplejidad cómo ha sido eso posible. Quizás no habíamos reflexionado sobre el potencial poder de la audacia de la edad.
Quizás habíamos pasado por alto el brillo incuestionable de líderes icónicos en la defensa del principio de humanidad, sin ser conscientes del valor de su edad. No podemos olvidar la gran transformación de Sudáfrica, que le debemos a un Nelson Mandela, presidente con 75 años. Tampoco, porque todos le escuchamos con respeto e interés, al renovador expresidente de Uruguay, José Pepe Mujica, que llegó al poder a sus 74 años. Ambos con una amplia mochila. Con trayectoria similar, y otra vez en activo a sus 79 años, está Luiz Inácio Lula da Silva. También traía mochila nuestro gran alcalde Enrique Tierno Galván, cuya denominación de “viejo profesor” contrasta con su edad, que hoy habría que considerar como de relativa juventud (llegó al cargo con 61 años).
Los mayores pueden ser ahora importantes activos para la política. Los mayores resultamos sujetos sugerentes para el desempeño de la política.
La llegada a la política de mayores significa, entre otras cosas, que acuden o hemos acudido con nuestras carreras completas, ya sean profesionales o de actividad y liderazgo. Empresarios, científicos, profesores, artistas, profesionales varios, y no solo activistas, llegan con su propia y a la vez luminosa mochila. En un sentido u otro, progresistas o conservadores, se nos puede reconocer por nuestra trayectoria. Tenemos hecha nuestra vida, en general sin responsabilidades de hijos o hipotecas, contamos con pensiones y quizás hasta con algunos ahorros, que nos evitan estar agobiados por nuestras más inmediatas necesidades. Quizás por todo ello, no tenemos miedo, o tenemos menos miedo (para innovar o para hacer lo que siempre hemos pensado como necesario) que aquellos jóvenes, más o menos maduros, que llegan a la política pensando en su futuro. Algo que pueden quizás llegar a anteponer a las exigencias del interés general.
Quizás lo más generalizado de los líderes políticos ancianos sea esa falta de miedo, unida, en todo caso, al poder que les confiere su larga vida ya vivida. Su presencia en los podios del poder pudiera cuestionar algo tan trascendente como el tipo de líderes políticos que la democracia exige.
¿Cuál es la causa de la ascendencia popular de esos muy especiales ancianos líderes políticos?
Profundizar en esos porqués parece necesario. No tengo ninguna seguridad, pero algo me dice que la necesidad de esos perfiles evidencia una crisis de las canteras tradicionales de los políticos. Jóvenes que pronto se pliegan a las exigencias de partidos políticos y que acaban haciendo carreras en las que se prima sobre todo la ciega lealtad y el sectarismo. Jóvenes que, cuando despuntan, son los primeros que continúan ejerciendo su relativo poder alcanzado sobre esas mismas premisas.
Los sistemas democráticos se basan en organizaciones humanas que hay que cuidar. Hay que cuidar la democracia. Esta, como cualquier organización humana, sufre con el inmovilismo y el paso del tiempo, cuando la democracia se convierte en rutina que apenas deja lugar a la innovación. Cuidar —verbo anclado en la cultura femenina— implica, sobre todo, mirar, mirar para analizar lo que cuidamos.
Cuidar significa empeñarnos en suministrar lo que necesita el sujeto de nuestros cuidados, (un bebé, un amor, una planta, una labor) para desarrollar su esencia, su destino, su vida.
En perfiles de políticos ancianos, parece necesario analizar cómo el valor puede convertirse en temeridad. Asustémonos de la osadía de algunos mayores cuando puedan tender a arrasar patrones democráticos. Valorémosla, sin embargo, para propiciar que los y las mayores la ejerzan, tanto en la política como en tareas más tranquilas y potencialmente saludables, social y convivencialmente.
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